En principio está la provincia bajo la lluvia y un paseante con sombrero y abrigo. Ese paseante podría ser el poeta Fernando Pessoa -la ligera inclinación de los hombros, el tipo de sombrero, la montura de unas gafas que apenas se vislumbran-. Ese paseante podría ser también el pintor Pelayo Ortega reflejándose sobre el asfalto mojado de su ciudad, Gijón. Pero es cierto que tratándose de Pessoa, las máscaras y los heterónimos se proyectan en el tiempo hasta alcanzarnos a todos: por ejemplo al pintor Pelayo Ortega en la playa de Gijón, cuando todavía éramos muy jóvenes y no lo sabíamos.

En principio -hablo de mediados, finales de los ochenta- está la voz de mi amigo Juan Manuel Bonet, al otro lado del teléfono, hablándome con entusiasmo de la pintura de Pelayo Ortega. Aunque el entusiasmo de Juan Manuel sea paralelo a su generosidad -rasgos tan escasos en España-, lo es también a su sentido crítico, por lo que siempre hay que tomar nota de cualquier elogio suyo. Así lo hice y al poco tiempo yo también estaba fascinado por los paseantes urbanos y solitarios de P.O., sus crepúsculos, sus nocturnos -sólo comparables a los, también magníficos, de Dis Berlin-, sus nieblas y sus estampas a la japonesa, como a la japonesa ha pintado en alguna ocasión Ramón Gaya paisajes parisinos y paisajes venecianos. Hablo de complicidades comunes.

Pero había algo en la pintura de Pelayo Ortega -más allá de sus asuntos recurrentes (en los que podía verme a veces reflejado) o del consejo y la agudeza crítica de Bonet- que me lo hacía aún más especialmente cómplice, sin conocernos ni haber hablado nunca en la vida. Pensé en la literatura, en la vivencia de la provincia marítima, en unos gustos estéticos de raíces comunes, pero eso no bastaba. Y entonces descubrí que detrás de la melancolía orteguiana había una luz distinta que se impone y se impondrá a lo largo de la vida por encima de cualquier cosa: también él era miembro del club español de los tintinófilos. Y así fue como llegué a conocerlo: en una mesa redonda alrededor de Hergé, Tintín, Haddock, Tornasol, La Castafiore, Néstor y todos los demás.

Fue en Valencia, en marzo de 1999 y en el IVAM, que entonces dirigía el poeta Juan Manuel Bonet -como verán Bonet establece alianzas que se fijan en el tiempo para no borrarse-. Participamos, además del propio Juan Manuel, el poeta Luis Alberto de Cuenca, los pintores Dis Berlin, Pelayo Ortega y Manuel Sáez, y yo mismo -que me había desplazado hasta Valencia en un temible Fokker digno de Stock de Coque. En esa noche valenciana, los silencios de Ortega me hicieron comprobar que hay personas con las que no es necesario contarse nada para saber que se viaja en el mismo barco. Ya entonces P.O. había aparcado la melancolía artística en un garaje de París alquilado por Dupond y Dupont -o Hernández y Fernández, como ustedes prefieran-. Ya entonces, su provincia oscura se había teñido de la luz de Marquet -ese pintor tan querido por los más raros de nuestra generación- pasada por la mirada de Juan Gris y un fondo como de traje pintado por Matisse bajo unas vidrieras de Mondrian.

Recuerdo que en esa noche valenciana, Pelayo Ortega dijo que intentaba ir ´en pos de la esencialidad plástica´. Y que ese camino se hacía ´menos penoso gracias a Hergé, Satie´ y otros. Y añadió que ´lo más sorprendente de las aventuras de Tintín´ era ´la visión tan limpia que reflejan del complejo mundo de los adultos´. Algo así ocurre ahora con las emociones del artista adulto -y su estilización- en la pintura de Pelayo Ortega, tan alejada del artificio. Esta pintura está de visita en Palma durante unas semanas. Llegó la Nit de l´Art y se encuentra en la Galeria Mediterrània, del carrer Sant Roc. Hay un cuadro magnífico que sonríe y los colores que la vida ofrece a Pelayo Ortega y éste observa desde el silencio. Y más atrás está el silencio de un bosque entre cuyos árboles nos sorprende la mirada húmeda de un ciervo y el silencio de una ciudad donde llueve y un hombre que pasea, conociendo el destino de sus días y dando gracias por ello.