Los que contemplan un debate parlamentario por la tele tienen una idea falsa. Les parece que se trata de una sala muy grande, donde la gente se dirige la palabra a cierta distancia. Todo muy cinematográfico. Pero allí en directo, la percepción es muy extraña. Los parlamentarios están muy cerca unos de otros. El orador tiene delante suyo un gran espejo, donde la sala queda reflejada con un estatismo propio de una pintura del XVIII. En el espejo todo parece majestuoso, detenido, delacroixiano. Pero en la práctica se escuchan los susurros y pitidos. Como una escuela. Y los políticos miran con ojos interrogantes a los periodistas que, enfrente suyo, escriben lo que puede ser su sentencia.

El president Matas tiene una oratoria un poco jesuítica. Vestido a la moda zaplaniana, ligeramente inclinado hacia adelante, agita unas manos finas, blancas, de político de cámara. Se sirve de ellas para expresarse. Las agita como palomas, las extiende un poco temblorosamente al igual de quien suplica fondos de Madrid, apunta con el dedito recordando los años del Pacte. Las junta al modo de unas palmas-palmitas retóricas, para dar convicción. Pero su tono es un poco monocorde. Habla ligeramente en falsete, sus rotundidades y énfasis resultan previsibles. Tal vez por ello produce una cierta sensación de bienestar "Flex".

Su audiencia más fiel la constituye el Govern. Rosa Estaràs, por ejemplo, recorre las filas con ojos penetrantes. Como un capitán de húsares. A veces gira la cabeza enérgicamente, expresando una orden. Joan Flaquer, impávido, demuestra su experiencia en ferias, convenciones y rollos patateros de todo tipo. No mueve ni una ceja. Estatuario, rígido. Todo lo contrario de Jaume Font, que tanto se agita, aplaude o musita, como echa una "becadeta" de cazador. La más misteriosa es M. Rosa Puig, con una chaqueta verde pistacho que acentuaba su palidez de Dama de las Camelias. Bien distinta de Francesc Fiol, que cada día parece más un anuncio de reconstituyente. Entre la oposición se escuchan las cuchufletas y comentarios de Antoni Diéguez, el verdadero animador de los socialistas. Celestí Alomar, en cambio, contempla a Matas con gesto imperturbable, como aquellos pistoleros que calculan fríamente los fallos del rival a batir. Margalida Rosselló toma notas con gesto de alumna disciplinada. Sólo le gana Francina Armengol, que preparando su réplica parece la taquígrafa de uno de aquellos juicios americanos que salen en las películas.

En las filas de UM, Maria Antònia Munar domina las situaciones con gestos gatunos. Mira hacia un lado y otro moviendo sus ojos de esfinge, manda mensajitos por el móvil. A veces sonríe misteriosa. Ejerce una autoridad sutil, invisible.

En el PP dominan las corbatas de colores y los trajes de corte. Los hermanos Antoni y Joan Marí Tur, muy bronceados, con un cabello cano a lo Richard Gere y trajes impecables, son los Petronios de la sala. Santiago Tadeo tampoco puede evitar alguna cabezadita, y Joan Huguet lo contempla todo con esos ojos amplificados de pecera, como si no se perdiese un detalle de nada. El personaje más destacable es uno de los letrados de la sala, quien lucha angustiosamente por mantener los ojos abiertos. Mientras Matas habla de las carreteras, de la educación, de los emigrantes, la economía, él bate las pestañas. Intenta mirar al orador. Frunce la frente. Qué lucha más terrible contra el sueño dialéctico que le produce el discurso presidencial. En un determinado momento, los periodistas contabilizan nueve personas dormidas. Matas no mira a nadie en particular cuando habla. Yo diría que se contempla sobre todo en ese espejo magnífico de la pared, como si se viese ya reflejado en la panoplia adamascada de la historia.

Pero la impresión que produce su discurso es un algo plana, dialécticamente corta, aburridilla y un poco soporizante.