Crónica

Un oasis y un artista: Óscar Tusquets y la Fundación Juan March

La autora desgrana los aspectos más interesantes de la reciente conversación entre el arquitecto y el publicista Toni Segarra

Conversación entre Óscar Tusquets y Toni Segarra en el ciclo ‘Creativos’ del Museo March, el pasado lunes.

Conversación entre Óscar Tusquets y Toni Segarra en el ciclo ‘Creativos’ del Museo March, el pasado lunes. / DM

Judith Vega

Judith Vega

Hay sitios y hay lugares. Lugares que inspiran, lugares a los que se vuelve. Lugares que envuelven. Así es la Fundación Juan March, una pequeña joya, un regalo para los habitantes de Palma y para todos aquellos que atraviesan esa puerta, en la calle del bullicio, las compras y las prisas, casi, la marabunta, para entrar en un mundo de creación, imaginación, arte y, seguramente, un tanto de belleza y serenidad. Allí, por el módico precio de cero euros, encontramos una extraordinaria colección de arte contemporáneo de Saura a Juan Gris pasando por el Equipo Crónica, expuesta en el marco de un espléndido edificio de antaño, eco de una Mallorca que se va perdiendo.

Pero aún hay más, ese lugar, de por sí culto con sus cuadros, esculturas o biblioteca, se llena de debate y de historias a través de charlas y simposios o de la proyección de una película.

Y en ese contexto, tenemos el privilegio de disfrutar de la conversación de personas con historias vividas y éxitos profesionales a las que estaríamos escuchando durante horas. Personas que inspiran, como Óscar Tusquets, un jovial octogenario (él, a veces, se considera un viejo cascarrabias, pero yo no lo veo), encantador y contador de historias, de profesión arquitecto, diseñador, pintor y escritor.

Óscar confiesa que tiene una incapacidad absoluta de especialización (aunque a algunos nos parezca que, todo lo que hace, lo hace bien). Es irreverente y honesto. Y contradictorio, es contradictorio, capaz de rechazar con un no rotundo a IKEA («solo copian y no les interesa el diseño»), reprochándole que ha acabado con otros lugares, también maravillosos, como Vinçon (aunque reconoce que «la tienda la cerramos nosotros» por no comprar en ella, claro está) y, a continuación, afirmar, rotundamente, también, que no va al cine, solo ve películas en la tele y en vídeo.

Era pintor dominguero, pintaba unos cuatro cuadros al año, mientras esperaba encargos. Y es lector, aunque diga que «los libros me parecen un coñazo, un mal diseño» y solo lee en la tablet (vamos buenos, entre lo del cine y esto), de esos que profundizan tanto en la lectura de según qué obras que hasta le llevan a hacer un curso sobre El Quijote, por ejemplo, libro que, dice, no se debería leer antes de los 50 años, porque no se podría entender siendo más joven.

«Fui joven en un momento apasionante, he tenido suerte», como apasionante fue una Barcelona, que ya no es lo que fue. Fue joven en la época de los Beatles, de Ámsterdam con sus cosas, vamos a dejarlo así. Fue joven en la Barcelona de Zeleste, de Bocccio y de Gato Pérez.

«La cultura es desobediente o no es», opina, mientras piensa en aquellos años mozos. Por eso es tajante diciendo: «El Estado, que no toque la cultura». Ministerio de Educación sí, pero de Cultura no, sentencia. «Sobre todo, que no intervenga la administración». «A la que hay Ministerio, hay censura”, una censura que lleva, por ejemplo, al arte abstracto, para él tan aburrido, falto de profundidad y transcendencia. «Estoy en contra del arte de vanguardia, de la cocina de vanguardia que te la tienen que explicar».

Tan difícil es proteger la cultura como impedir que esta, que lo local, se disuelva en la era de internet, haciendo que nos preguntemos ya qué es la arquitectura catalana (aquella moderna presidida por Coderch) o la arquitectura española, en un momento en que una obra de un arquitecto influyente se difunde por las redes y la imita todo el mundo.

Como es irreverente y sincero, ya lo han visto con lo del Estado y la cultura, no oculta que le gustan mucho «Miami y Benidorm, soy amigo del alcalde, del jefe de los hoteleros. Urbanísticamente es interesantísimo»: una ciudad sin atascos, sin problema de aparcamientos, capaz de albergar a tanta gente.

Con la misma fluidez proclama a Mallorca como la isla grande más bonita del mundo y a Capri como la más bonita de las islas pequeñas, aunque no las conozca todas, porque tampoco es necesario.

Con Dalí compartió años de amistad, «era joven, no era feo y era arquitecto y a él esto le importaba». Con él hablaba de todo, desde Borromini hasta sobre el aire que está dentro del cuadro de las Meninas. Cuadro que él conoce a la perfección y del que Picasso «no entendió nada, solo pintó a los personajes».

Óscar es una persona a la que le importa más el respeto que el dinero, opina que la arquitectura es un arte muy caro y que no puede haber una buena obra de arquitectura, si no hay un buen cliente que respeta tu trabajo y es exigente. De esa exigencia nacen mejores ideas, ideas que pueden surgir esperando en un semáforo o dibujadas en servilletas de papel, dice aludiendo a un diseñador checo, de cuyo nombre no quiero acordarme (entiéndanme a la manera de Cervantes, como nos explica Tusquets, es decir, que no me viene a la mente).

Discurre fluida la conversación entre Tusquets y el publicista Toni Segarra, navegando entre temas del arte al cine, del pasado al presente. Este cinéfilo de casa, que considera que El padrino es el summum, se apresura a decir, cuando se menciona la nueva película de Coppola, que seguro que algunos están deseando que sea mala. «¿Has sido excelente una vez? Yo firmo». Y es que él cree que un crítico siempre es un fracasado: un arquitecto fracasado, un futbolista fracasado, un escritor fracasado. Recuerda a Curro Romero, cuando decía «¡Crítica, qué palabra más fea!».

Comparte con nosotros recuerdos de visitas a museos con sus hijos en las que solo veían un par de cuadros, porque es imposible ver todo, desde el Escriba sentado a Delacroix. O que le encanta Italia, esa Italia con su pausa pranzo, para comer, en un mundo de prisas; le gusta esa resistencia a dejarse invadir culturalmente. Esa Italia en la que no entró el gótico hasta tarde en Milán y ya de modo diferente ni el art nouveau ni la nouvelle cuisine.

Cree que el 90% de lo que se construye no es arquitectura, que la arquitectura contemporánea en España es muy fea («hay buenos arquitectos, pero construimos muy pocos», se ríe).

En el turno de palabra, el arquitecto Pedro Rabassa (lo que ha hecho en la Lonja de Palma merece un aplauso sostenido de, al menos, media hora, de lo maravilloso que es, tenía que decirlo) saca el tema de Miquel Barceló en la catedral de Palma, una ciudad que estaba en deuda con el artista, pero una obra que seguramente no tendría que haber sido.

Tusquets tiene claro que, si su buen amigo Barceló (un superdotado, dice) le hubiera consultado, le habría dicho que no lo hiciera. Cree que en la catedral se equivocó. «Lo de Miquel está medio encima del muro, tapa ventanales y lo que se ve lo pones negro… y lo iluminas con spots de luz artificial… no es aceptable» aludiendo a esa vidriera y a la luz del gótico.

Habla desde el respeto, en todo caso. Sonríe, siempre. Nos encandila.

Y así, tras un sonado aplauso, nos vamos de la fundación un poco más felices, un poco más alegres y, muy probablemente, un poco más sabios.

Solo nos queda saborear un paseo por Palma y dejarnos ir hacia la Lonja. Esa Lonja, la de la cubierta extraordinaria de Rabassa. Esa Lonja deliciosa a la que aludió Óscar antes de terminar la charla, definiéndola como una maravilla, una obra de talento, de valentía. Esa Lonja que, confieso, es mi edificio preferido de Palma (José Ferragut, adorado, y GESA me perdonen). Esa Lonja que alberga estos días una de las exposiciones más impactantes, divertidas y bonitas que he visto en ese extraordinario espacio: la obra de Julian Opie.

Está ahí para todos, tan generosamente, con todo el valor y sin precio, como la Fundación Juan March. Háganme el favor, disfrútenlas.