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Opinión | La fiesta en paz

«Y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Del enunciado se desprende que, en cuanto a los hombres, los hay de buena y de mala voluntad. Y que el deseo de paz va dirigido solo a los primeros. Entre buenas y malas voluntades, es lógico suponer que los hay también sin voluntad alguna. Ni buena, ni mala. En permanente fuera de juego. Tampoco va con ellos el deseo de paz. ¿Será la paz, pues, según reza el cartelito, solo para aquellos que, con buena voluntad, la buscan y la desean?

Me inclino a creer que son estos, sin duda, los que mantienen vivo el llamado «espíritu navideño». No hay encuesta del CESID que los cuantifique, pero no es descabellado creer que son -siguen siendo- abultada mayoría. Y que son, por añadidura, los más participativos. Los del alborozo sin ambigüedades. Los del regalo, las compras, el amigo invisible y el décimo compartido. Los de la voluntad, ellos sí, a prueba de bomba.

Los otros, los de la mala o ninguna voluntad, los sempiternos Ebeneizer Scrooge autoexcluidos de la fiesta, aguardan resignados a que pase la tormenta, a que el angelito que sobrevuela el belén llevando la leyenda en las manos regrese, agotado, a su cielo de verano donde posa y reposa hasta la siguiente temporada.

Un deseo de paz que se dirige solamente a una parte corre el peligro de alimentar el conflicto del conjunto. La experiencia demuestra, sin embargo, que en unos pocos días de diciembre el entendimiento es posible. Cada cual le pone su color a la Navidad, cada calle se decanta por su alumbrado, cada villancico elige su verso, cada ausencia argumenta su coartada, cada huida expone su argumento. Hay como un manto de respeto que viene a cubrirlo (podría decir también encubrirlo) todo durante unos días. Y así el mensaje de la buena voluntad se lee, se retuerce y desdibuja hasta dejarlo en un acomodaticio «Tengamos la fiesta en paz», mezcla de inteligencia, sensatez y una extraordinaria dosis de cinismo a prueba de todas las voluntades.

Pero en el embarullado paisaje de este año descubro, de repente, a tres seres desorientados. Perdida su razón de ser, andan sin norte, dando tumbos. Me acerco y reconozco a los tres dickensianos espíritus de las Navidades pasadas, presentes y futuras. Están desolados. Confundidos. Hasta hace un mes tenían claros sus papeles, pero ahora resulta que el de las Navidades presentes, que se las prometía felices, tiene que volver a vestir el traje de las pasadas Navidades. Con algunos arreglos, eso sí. Con algo más de anchura en las sisas, pero tan presto a romperse como entonces. El de las Navidades pasadas, a su vez, no disimula un cabreo de padre y muy señor mío. Él, que ya se veía jubilado, con días libres, tiene que caminar junto al las Navidades presentes, de la mano los dos, condenado a recorrer de nuevo lo que creía ya desandado. Solo el de las Navidades futuras se atreve a caminar erguido y con un punto de luz en los ojos. Y es porque sabe que en él confluyen todas las esperanzas. Que es tanto como decir, ahora sí, todas las voluntades.

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