De Asturias a Mallorca con Grecia entremedias

Fruela Fernández es asturiano procedente de La Cuenca (minera) y antes de recalar en Sant Joan donde ya se ha injertado con familia propia, apreció también las islas griegas

Fruela Fernández

Fruela Fernández / P.E.M.

Aránzazu Miró

Aránzazu Miró

En un pueblo de Mallorca –así se presenta en el texto de solapa– vive Fruela Fernández, profesor de la Universitat de les Illes Balears, que es traductor y asesor editorial además de escritor de poesía y otros espectros. “Corrige los nombres” es su último libro de poemas. Yo lo he leído a la par que otros, un cuaderno de reflexiones que parten de su necesidad de aislamiento o hēsykhía: «quietud, silencio y soledad» (“Incertidumbre de aldea”. Santander: La Vorágine, 2021) y el conjunto de pequeños ensayos “Una tradición rebelde: políticas de la cultura comunitaria” (La Vorágine, 2019) en que en diversas propuestas expresivas plasma sus preocupaciones por los mismos temas: «los sentidos de la cultura popular, las transformaciones del campo, el trabajo de la lengua, la mutación antropológica o el valor ético de la escritura», así se explica.

“Corrige los nombres” no es de lectura fácil, aunque a través de los otros textos, el autor se ha situado: «ni darle a la intimidad más importancia que la necesaria para narrar e indagar en una moral propia». Me he sentido como una intrusa en casa de ese foraviler forastero que en realidad es un externo más impregnado de la realidad del campo mallorquín que muchos de nosotros: «En esa tensión se ha decidido la historia de Mallorca: entre la mirada estética del extranjero y la productiva del campesino». Y ahí se sitúa Fruela Fernández, asturiano procedente de La Cuenca (minera) que antes de recalar en Sant Joan donde ya se ha injertado con familia propia, apreció también las islas griegas.

Lo siento cercano mientras cava en su huerta, campesino de la pluma, en busca de la medida de las cosas –«la medida lo es todo»–, del ciclo de la tierra –de la vida–, que inevitablemente lleva a la muerte, pero donde también ha nacido ese hijo que le permite el descubrimiento del cuidado. En Por Hesíodo, sin Hesíodo, despliega uno de los poemas más largos, muy visual y que responde a un ritmo entrecortado pero ágil donde muestra cómo, para él, la escritura «es una materia de imágenes, de visiones».

El poemario se estructura en cuatro insólitas partes: tras una primera difícil aparece el Poema niño. Llegó y llenó, «y el mundo que faltaba es este». Breve, único, da paso a una tercera parte en que el poeta va en búsqueda de sí mismo, del horizonte. «Empecé a escribir para no perderme», dice en el largo poema En la paz europea en que respira con ansia. La vida es ese hilo que, como el sedal, puede cortar, así que nos encamina al poema que da título a todo, quizá el más desesperanzado: «Si nada significa, / corrige los nombres», para concluir «calla y deja que hable / lo que amas por tí.»

La última parte nos lleva con ternura al silencio que desde la muerte del Güelito procura consuelo a esa nueva vida, en Como si fuéramos uno, con la certeza del destino común: «Todos los muertos me conocen».

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