Por lo visto

Reglones torcidísimos

La adaptación del texto de Luca de Tena se aparta de la narración que es típica (y necesaria) del cine

Marta Donapetry

Foucault habría tenido una enorme satisfacción al ver la película Los renglones torcidos de Dios en su última versión filmada (Oriol Paulo, 2022) porque confirma la relación entre poder y conocimiento y su uso para controlar a la sociedad a través de sus instituciones. Ojalá tuviera yo un ápice del aplomo y paciencia del filósofo francés porque, para mi desgracia, la película me dio poca (por no decir ninguna) satisfacción. El hecho de que desvirtúe la novela homónima de Torcuato Luca de Tena no me asustaría ni me molestaría en absoluto siempre y cuando lo hiciera para ser una buena película. El problema empieza ahí: quiere guardarle una fidelidad imposible al texto literario y se aparta irremisiblemente de la narración que es típica (y necesaria) del cine. Es dificilísimo quedarse quieto en una butaca los 154 minutos de duración que se gasta Paulo en persuadirnos de que la protagonista (interpretada por Bárbara Lennie) puede que sea una paranoica y puede que no. A su vez, la susodicha Lennie se nos presenta imitando tanto como le es posible a la Catherine Deneuve de «Belle de jour» incluyendo un teñido rubio-estopa poco favorecedor. El parecido, sobra decirlo, acaba ahí.

El tratamiento que le da la película al psiquiatra jefe del centro (Eduard Fernández), que la cree paranoica y manipuladora, es tan exageradamente negativo que, aunque tuviéramos la certeza de los desvaríos de la protagonista, seguiríamos intentando creer su relato solo para poder contradecir al psiquiatra mayor del reino por prepotente y antipático. Algunos ecos de Alguien voló sobre el nido del cuco también revolotean por esta película: un paciente de enorme estatura, solo que no es un buenazo, además de listo, sino un malo peligroso, y una enfermera malencarada y abrupta que, sin llegar a lo insidioso de la película de Miloš Forman, nos cae francamente mal.

Prevalecen la antipatía y la simpatía como método de caracterización: los que nos caen bien deberían ser los buenos y quienes nos caen mal tienen por fuerza que ser los malos. La cosa es que, en teoría por lo menos, no se trata de decidir quién es bueno y quién malo, sino quién está cuerdo y quién no, y si la institución de hecho sirve para algo. La subtrama de suspense –averiguar quién mató a un paciente– se desbarata a base de ir y volver en el tiempo y en los espacios hasta tal punto que, además de marearnos un montón, perdemos el hilo de quién estaba dónde. Podría ser que estas vueltas fueran un intento de meternos en el cerebro de la protagonista. Podría, pero no tenemos manera de situarnos ni fuera ni dentro de su mente, más allá de algún que otro arrebato que, por otra parte y dado que se la provoca, podríamos haberlos tenido nosotros mismos.

Mi único arrebato (no sé si paranoico) fue el de salir del cine echando pestes.

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