Juan Herreros es Doctor Arquitecto, Profesor Titular y Director del Aula Fin de Carrera de la Escuela de Arquitectura de Madrid. Actualmente ocupa la plaza de Visiting Professor en la Universidad de Columbia en Nueva York. El arquitecto consiguió ayer el apoyo necesario para seguir adelante con el Museo Munch y su entorno en Oslo, un proyecto que él mismo considera deudor de una pequeña intervención en Mallorca aún en desarrollo.

–En una ocasión dijo que la ambición desmedida de unos y otros había convertido Mallorca en un verdadero "museo de los horrores".

–No es una particularidad de Mallorca. En los últimos años se ha producido un crecimiento desorbitado en toda España en el que ha primado la cantidad sobre la calidad. Mallorca tiene un soporte geográfico privilegiado en el que conviven ecosistemas, paisajes, culturas agrícolas y pueblos diferentes que cuentan historias extraordinarias. Todo este patrimonio aún es perceptible y tanta arquitectura vulgar construida no ha sido capaz de destruirlo, pero hemos perdido una gran oportunidad de ponerlo en valor.

–¿Qué factores han propiciado esta perversión del territorio?

–Cualquier colección de acciones multiplicadas y desordenadas generan formas de caos de difícil comprensión. Aquí, como en tantos sitios, una cantidad enorme de acciones menores, aparentemente no lesivas, han terminado por construir un nuevo contexto que ha debilitado la personalidad del soporte original. Me preocupa más la idea del cambio de una identidad cuyos elementos son muy frágiles que la cuestión del horror, tan fácil de criticar. Se pierde más cada vez que desaparece una hermosa tapia de una carretera o cuando se despliega una iluminación exagerada, que con la construcción de una casa más o menos desafortunada.

–Recientemente su despacho de arquitectos fue el ganador del concurso internacional para el diseño del Museo Munch. ¿Qué destacaría de su propuesta?

–Oslo está inmerso en un proceso de transformación del frente marítimo que tiene como objetivo la salida de la ciudad del mar. Ya se ha construido la ópera, premio Mies Van der Rohe, y en los próximos años se levantará allí la Biblioteca Nacional y el Museo Munch, que es la pieza central de la remodelación, rodeados de nuevos barrios residenciales.

–¿Que resaltaría del museo que propone?

–Se trata de un edificio que quiere ser a la vez un museo vertical, un apilado de salas independientes de diferentes características, y un observatorio sobre la ciudad conformado por las circulaciones y espacios de estancia del público. Según se sube, desde el nivel del agua del fiordo hasta el de las colinas circundantes, el edificio permite leer sucesivos estratos que son también la historia de la ciudad. Al final, su perfil se quiebra, como en una reverencia al Centro Histórico que se divisará a lo lejos. El edificio, aunque es opaco en todos sus espacios expositivos, se envuelve en una piel de vidrio ondulado que ofrece una diversidad de matices translúcidos, transparentes y ligeramente coloreados, listo para ser activado por los cambios de la luz y las nubes ofreciendo un aspecto diferente en cada momento. Además, se ofrece como un ejercicio modélico en materia de sostenibilidad y autosuficiencia energética al consumir exclusivamente energía geotérmica procedente del fondo del fiordo y ofrecer un singular sistema de atemperamiento en base a circular agua fría y caliente por un sistema de conductos que enfrían o calientan el hormigón en lugar del aire. Oslo quedará así definida en el futuro inmediato por el frente marítimo compuesto por la sucesión de siluetas de sus grandes momentos: su imponente ayuntamiento, el Castillo que protegía el puerto, la Ópera, el Museo Munch y la Montaña Ekerbergveien en cuya ladera se fundó la ciudad.

–Ahora parece que todas las ciudades quieren tener un skyline característico. ¿Vamos a una arquitectura megalómana de símbolos?

–Oslo, como Barcelona o Palma con su Palacio de Congresos, se inscribe en la lista de ciudades interesadas en construir una fachada marítima en la que convivan la arquitectura histórica con la contemporánea. Tiene sentido que las ciudades busquen renovar su identidad enriqueciéndola. La megalomanía remite a la idea de los gestos innecesarios y grandilocuentes, y no tiene nada que ver con el tamaño. Oslo acomete su plan con un proyecto integral en el que las piezas singulares son la parte emergente de sus nuevos barrios. En este sentido, creo que es un planteamiento modélico.

–¿Qué proceso siguen las adjudicaciones públicas en Noruega?

–En Noruega, tras ganar un concurso público se abre un periodo de consulta donde los arquitectos tienen que comunicar y hacer visible el interés de su proyecto a todas las fuerzas implicadas. El concurso de arquitectura no se deriva necesariamente en el encargo del proyecto que siempre necesita del consenso público.

–¿Muy diferente de nuestro sistema de concursos?

–Ese periodo de discusión existe en todos los proyectos que hacemos, pero generalmente ocurre como parte del proceso de diseño y no antes de empezar a desarrollarlo con el material del concurso como único soporte de la discusión.

–¿Ha trabajado en Mallorca?

–Hice un proyecto en Formentor que no se construyó y obtuve con José María Ezquiaga el segundo premio del concurso internacional para la Playa de Palma. Actualmente trabajo en una casa en Artà que es una de mis obras más queridas y que marca las líneas de mi trabajo independiente después de la disolución de Abalos&Herreros por su simplicidad, carácter experimental y compromiso medioambiental. Por lo demás, he tenido gran vinculación con la actividad arquitectónica de la isla en base a conferencias, jurados y talleres como el del Colegio de Arquitectos que dirigí en 2003 bajo el lema Isla-Ciudad.

–Hábleme de esa casa (Se trata de un encargo del prestigioso galerista Pepe Cobo en Artà que figura entre la selección final del premio Mies van der Rohe de este año, seguramente la actuación más pequeña que ha accedido a este reconocimiento en toda la historia del premio).

–Se trata de un ejercicio sin el que el proyecto de Oslo no habría sido posible: los mismos criterios energéticos ensayados en una pequeña construcción de apenas 90 metros cuadrados y la misma idea de ofrecer un objeto orientado a las diferentes luces del norte y del sur heredada de la sabiduría local, pues la construcción se produce por ampliación simétrica de una tradicional casa de pastores a la que se adosa otra idéntica dejando la original recogida de aguas en el centro de una cubierta invertida. El resultado es una propuesta de gran sensibilidad medioambiental, integración en un paisaje que la casa pone en valor (está pintada del color del envés de las hojas de las encinas y los olivos) y contención elocuente, pues su dueño, renuncia a construir los 500 metros cuadrados permitidos para buscar la mínima expresión de la instalación en este paisaje convencido de que es en ese punto cuando se produce la mayor intensidad del contacto con la naturaleza, sus leyes y sus procesos cambiantes. Para ello, la construcción, de una sola planta, se dota de dos filas de ventanas para al mismo espacio: la superior se relaciona con el cielo, ventila la casa y capta la luz; la inferior se relaciona con el suelo y el bosque autóctono, en el que no se interviene en absoluto, establece la permeabilidad con el exterior y ofrece las vistas enmarcadas del centro histórico de Artà, las montañas, el encinar y las llanuras de labranza y pastoreo que rodean a la casa. De nuevo se trata de un observatorio enfrentado a una geografía que la arquitectura ayuda a comprender y valorar.

–¿Puede desarrollarse una arquitectura más sostenible sin la voluntad política?

–En cuestiones de arquitectura y urbanismo, sin la concurrencia de todas las voluntades, casi nada es posible. La sostenibilidad es ante todo un territorio de consenso en el que por fin una inquietud es compartida por muchos y por lo tanto una oportunidad para trabajar codo a codo. No puede ser tan complicado. Basta con depositar una confianza real en la arquitectura y sus expresiones y técnicas contemporáneas exigiéndole respeto y valorando muy bien la balanza de pérdidas y ganancias pero sobre todo abriendo las conciencias a la novedad. A poco que se la deje actuar, con consenso y criterio de calidad, todo florecerá. Hay instrumentos más que ensayados para lograrlo.

–¿Lo que falta es voluntad?

–Falta exigencia de que las cosas sean mejores si realmente pueden serlo. Hay demasiado conformismo que acepta lo conocido como un territorio seguro que nunca se pone en crisis. Vivimos en un contexto muy resistente a cambiar de opinión. Esa es la voluntad que falta, la de querer realmente avanzar impulsados por el deseo, no por la necesidad que acepta "males menores" indolentemente a cambio de una idea de progreso muy débil.

–Supongo que es más barato hacerlo de esta manera. Más rápido y más económico, ¿no?

–No es tan simple. Falta unidad de criterio respecto de lo que estamos dispuestos a considerar un "futuro deseable". Esto tiene implicaciones estéticas, técnicas, culturales, económicas, etc. No le echaría la culpa sólo a los políticos porque es una solución fácil. La sociedad civil debería ser capaz de expresarse con más firmeza en sus aspiraciones.

–La bioconstrucción, la arquitectura bioclimática… ¿no es volver al pasado, a lo que hacíamos años atrás pero con otro nombre?

–Para algunos, la arquitectura sostenible es algo que se hizo, que existió y que la tecnificación de la construcción ha sepultado. Según mi criterio, la idea de construir sostenible hoy remite directamente a la expansión de los límites de lo que construimos para entenderlo formando parte de un orden geográfico superior que busca un equilibrio.

–Muchas veces se habla de innovar en arquitectura, pero aparece la paradoja de que la normativa urbanística prohíbe precisamente esa innovación.

–La normativa tiene un sentido comprensible, pero pierde su vigencia con facilidad y, si no se actualiza, se convierte en un instrumento perverso que permite cosas obsoletas e impide otras que ya son verdaderos anhelos. Y cuando hablo de obsolescencia me refiero también al respaldo estético otorgado a construcciones que ya están fuera del tiempo presente y que resultan dañinas al paisaje a pesar de su corrección.

–¿Qué le enseñaría a un amigo arquitecto de Mallorca?

–Nuestro periplo tendría varios capítulos: los paisajes manipulados por la agricultura, las canteras, los pueblos que aún conservan su carácter, la arquitectura de las grandes possessions y sus jardines, las aventuras de los arquitectos modernos que trataron de dar forma al turismo optimista confiados en los instrumentos de su disciplina...

–Básicamente arquitectos internacionales.

–No todos. Me refiero a las huellas que han dejado arquitectos como Moneo, Oiza, Utzon, Coderch o Fissac, pero también algunos arquitectos locales como Alomar… Todas se refieren sistemáticamente a una interpretación sensible de un paisaje natural, agrícola o urbano.

–¿Incluiría también la Playa de Palma en su ruta?

–En la Playa de Palma se aprenden muchas cosas. Leerla como un lugar agotado sólo sirve para incentivar su redescripción y, a su través, asumir que la arquitectura podrá transformarla en algo mejor. La Playa de Palma es una oportunidad de oro para experimentar un nuevo fragmento de ciudad mirando al futuro. La nostalgia sobre lo que fue y no volverá no servirán de mucho. Tiene dimensión, densidad, riqueza ecológica y energía suficiente para ensayar nuevas formas de socialización, nuevas generaciones de espacios públicos y nuevas tipologías. Todo un reto, vamos.

–Una de las infraestructuras que vertebrará la zona será el tranvía. ¿Palma realmente necesita un tranvía?

–Si el centro histórico, Playa de Palma y el aeropuerto en medio pueden estar conectados por un transporte limpio que pudiera invertir el modelo de movilidad basado en el automóvil, lo miraría con atención, como haría con una buena serie de carriles bici o una red de coches eléctricos.

–¿Dónde la ve en 20 años?

–Convertida en una ciudad contemporánea, de fuerte personalidad basada en la convivencia estable de población permanente y transeúnte, en la que las necesidades de unos pueden aumentar la calidad de vida de los otros. Una ciudad fuertemente naturalizada, ecológica y equipada, construida entre una franja azul –el mar y la playa– y otra verde –los bosques y parques que hoy son su trasera– convertida en una nueva primera línea residencial.