Opinión

Los servicios secretos solo funcionan en las novelas

La matanza de Moscú se suma a los grandes atentados del siglo XXI para avanzar la conclusión de que las cacareadas virtudes del espionaje son un recurso de la ficción

El presidente ruso, Vladímir Putin.

El presidente ruso, Vladímir Putin. / EFE

Las novelas de espionaje son una de las variantes más aclamadas del género negro, que monopoliza la ficción actual. La artificiosidad de los engranajes y la cruel inteligencia de los bandos enfrentados subyugan al lector. Su carácter ficticio no disminuye las virtudes publicitarias. Al llegar a la última página, se concluye que ojalá la educación y la sanidad funcionaran a la luz del día con la misma eficacia que los espías desenvueltos entre tinieblas.

Por desgracia, los servicios secretos solo funcionan en las novelas. A cada atentado, con Moscú en la escala más reciente de la gira sangrienta, se debate con fiereza la autoría de la masacre, solo la torpeza de la inteligencia estatal refulge inapelable. El Crocus City Hall se suma a las grandes matanzas urbanas del siglo XXI, para avalar la conclusión de que las cacareadas virtudes del espionaje son un recurso de la ficción. El chasco equivale a la verificación, tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, de que la mayor parte de su arsenal nuclear era inservible. No iba a ninguna parte.

A diferencia del gobernante, el novelista controla el relato. En la mayoría de casos, los escritores han leído al menos los libros que firman. Sin embargo, George Bush era demasiado vago para repasar los informes de inteligencia que recibía, su margen de atención no excedía con suerte de un folio. Esta desatención tendría consecuencias fatídicas el 11S de 2001, fecha inaugural de los grandes atentados islámicos y del descrédito de los servicios secretos. Los avisos eran demasiado precisos para ser ciertos.

El mundo es refractario a la ironía, aunque tendría mucho que aprender de un distanciamiento desprejuiciado. Por ejemplo, Putin mata sin complejos a un piloto de helicópteros desertor que se ha refugiado en Alicante, sin que los servicios públicos españoles detecten la llegada ni la evacuación del comando que lleva a cabo la ejecución. A continuación, el zar ruso se deja asesinar en masa en pleno centro de Moscú. Sus espías se mueven al nivel mísero de países que considera inferiores.

Con todo respeto, los superespías no se miden a doctorados por Harvard. Los participantes en los mayores atentados de la historia en suelo norteamericano y europeo, 11S y 11M, atacaron impunemente desde presupuestos tan elementales como aprender a pilotar un avión comercial desentendiéndose de las maniobras de despegue y aterrizaje. El problema radica en que el desprecio a la toma de tierra no alertó a sus monitores de vuelo.

La coartada de los servicios secretos es que desmontan una infinidad de ataques desde el anonimato, sin divulgar la existencia de la amenaza. En realidad, se han convertido a menudo en pregoneros de operaciones exitosas de imposible verificación o réplica. Sobre todo, el observador desapasionado tiende a concluir que siempre parecen muy ocupados con tragedias que no se producirán. En los mejores ejemplos del género literario de espías —por todas, la minuciosa Moscow X de David McCloskey—, los profesionales de la inteligencia se asfixian en una maraña burocrática. Su pasividad surge del miedo a actuar, la tecnología ha paralizado su iniciativa.

Los españoles han desesperado de adivinar algún día qué pensaba el CNI sobre el 11M, aunque ya se sabe con certeza que los 191 muertos fueron más fáciles de alcanzar por la incomunicación enfermiza de los archivos de la Policía y de la Guardia Civil. En los atentados del viernes trece de noviembre de 2015, los terroristas islámicos tirotearon París como un ejército invasor y triunfal, una razzia que tendría su réplica el pasado siete de octubre en Israel a cargo de Hamas. Tantas páginas desperdiciadas homenajeando a los servicios secretos de Tel Aviv.

Si matanzas en el rango de doscientas víctimas no pueden ser detectadas en suelo europeo, pese a la tramoya asesina que exigen, cuál es el número mínimo de víctimas que arrancaría a los servicios secretos de su letargo. En Ripoll, última etapa del islamismo violento en España, solo les faltó anunciar cursillos de manejo de explosivos en internet. Se debate todavía sobre la magnitud y defectos del control policial.

La frustración de los gobernantes por su deficiente inteligencia les impulsa a perseguir con saña al periodista Julian Assange, por el crimen de haber recibido sin obstáculos los Wikileaks que la también torturada Chelsea Manning sacó de una instalación militar en un CD de Lady Gaga. El público desesperado ha emigrado de James Bond a los Caballos lentos de Mick Herron, el batallón de los espías despojados de rango. El control que prometen los servicios secretos es inviable por que la realidad avanza a una velocidad que la coloca fuera del alcance del ser humano.

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