Dos hechos ocurridos durante las últimas semanas han vuelto a poner el asunto de triste, aunque imprescindible, actualidad. El primero, la grabación de un entrenamiento de delfines en un conocido delfinario de Mallorca, sin que los entrenadores, al parecer, se percataran de que sus prácticas estaban siendo registradas en video. El segundo, la muerte en extrañas circunstancias de uno de esos entrenadores.

Sobre el video en cuestión algunos demagogos se han apresurado a poner en duda su autenticidad, acusándolo de estar manipulado (sin tener pruebas de ello, ni de lo contrario). Ahora bien, yo he visionado esa grabación en varias ocasiones, fijándome con atención en las imágenes más que en su sonido, y aunque no reconozco a ninguna de las personas que allí aparecen, resulta evidente que se trata de una sesión de adiestramiento de delfines, que se ven patadas y golpes propinados por humanos, y que sus destinatarios parecen ser los cetáceos. Por tanto, haber podido falsear lo verdaderamente relevante de dicha grabación (es decir, la violencia empleada contra esos animales indefensos) habría implicado la capacidad cinematográfica de un Spielberg para crear unos efectos especiales dignos de Óscar de Hollywood. Pero, claro, ya se sabe que la mejor defensa cuando no se dispone de argumentos es la difamación o la falacia ad hominem, esparcida a través de los comparsas de turno, siempre dispuestos a hacer la pelota a la parte más poderosa (que en este caso no son las víctimas „los delfines„, que, por no tener, no tienen ni voz para defenderse; sino los titulares del macabro negocio de la explotación animal).

En relación al fallecimiento del entrenador, cuando escribo estas líneas se desconocen todavía las circunstancias exactas que han rodeado la misma, si bien algunos (los mismos que desacreditaban la grabación de vídeo) se han apresurado a culpar indirectamente a los activistas por la protección animal que previamente habían denunciado ese maltrato a los delfines. Pues bien dicha muerte, como todas, ha sido un suceso triste, terrible y que todas las personas de buena fe y con un mínimo de sensibilidad lamentamos profundamente. Y es cierto así mismo que en todas partes (también entre las filas animalistas) hay algún exaltado que no sabe guardar las formas y personaliza los problemas, en lugar de tratar de atajarlos de raíz. Sin embargo, culpar en bloque a quiénes responsablemente denuncian el maltrato animal es, como mínimo, tan demagogo e injusto como culpar al mensajero por las malas noticias que éste nos pone ante los ojos. Porque lo perverso del asunto no es que se denuncie el maltrato, sino que éste exista.

Pero lo de menos es el vídeo y su presunta autenticidad o no. Porque es cierto que aquel ha sido importante per se, por su capacidad para abrir muchos ojos ante el problema. Sin embargo, en mi opinión, tampoco revela nada que no pudiéramos suponer que esté sucediendo sistemática y diariamente en todos aquellos ámbitos en que se hace negocio forzando a determinados animales especialmente inteligentes a actuar contra natura para que sus explotadores ganen dinero con su espectáculo. ¿O es que alguien cree que las manadas de perritos, chimpancés, felinos o elefantes que hacen cucamonas en los circos de animales para regocijo del público, se divierten con su "trabajo"? ¿Alguien cree de verdad que no se ha empleado la previa violencia con ellos, para que aprendan y obedezcan temiendo que, en lugar de un premio (normalmente, algo de alimento, tras hacerles pasar oportuna hambre atrasada), se llevarán el correspondiente castigo? ¿Y alguien puede creer que el caso de los delfines o las focas es distinto? ¿Les gusta a esos animales permanecer encerrados en minúsculas piscinas de cemento, en lugar de nadar libremente en el océano? ¿Disfrutan esos animales actuando una y otra vez, realizando saltos y "juegos" a cada orden de sus entrenadores, en lugar de vivir sus vidas en libertad y con sus familias en sus propios hábitats? Porque lo más grave (aun siéndolo y mucho) no son esos crueles golpes y patadas que se aprecian en el video, sino el hecho de que animales que han nacido para ser libres, permanezcan día tras día, mes tras mes, y año tras año, durante toda su vida, encerrados para diversión y enriquecimiento de algunos humanos.

Hace ya bastantes años tuve la oportunidad de nadar entre delfines. Fue en Méjico. Y, aunque los animales vivían en un amplio recinto sito en el estuario de un Parque Natural (nada que ver con su cruel reclusión en las minúsculas piscinas de la mayoría de los delfinarios que conocemos), la realidad es que también estaban en cautividad. A pesar de que la experiencia de sentirles tan cerca y poder acariciarles mientras nadaba junto a ellos fue maravillosa, me he arrepentido en muchas ocasiones de haber participado en ese espectáculo, por haber contribuido, aunque fuera de forma ínfima, a perpetuar su situación. Una de las cosas que, desde la corta distancia, más me llamó la atención fue esa curvatura hacia arriba de las comisuras de sus bocas, que tan frecuentemente se ha asociado a una sonrisa. Porque la sensación que tuve al cruzar de cerca mi mirada con la de esos delfines, y mantenerla fija en sus ojos, es que éstos en la proximidad no evidenciaban alegría alguna. Esa curva de sus bocas no es más que un "accidente" de la naturaleza, pero en ningún caso una sonrisa de felicidad. Desde entonces no he podido quitarme de la cabeza que la interpretación interesada que hemos hecho de la forma de sus bocas, ha contribuido a nuestra tranquilidad de conciencia -de forma espantosa y fatal para los delfines-, dado que nos hemos querido convencer de que son animales felices, ya que "sonríen", incluso en cautividad y protagonizando espectáculos para diversión de muchos y negocio de unos pocos.

Durante las últimas décadas, relevantes biólogos y neurólogos han venido anunciando que, dada la elevada inteligencia de los delfines, algún día no muy lejano podríamos llegar a comunicarnos con éstos mediante un lenguaje elaborado. Pues bien, ese día, quizá la primera pregunta que el delfín nos haga sea, simplemente: -¿por qué?-

Y ese día, como miembros de la especie humana, podremos hacer poco más que agachar la cabeza avergonzados.