El trile es la variante callejera de las participaciones preferentes, ambos a notable distancia en malignidad de las hipotecas. Las autoridades solo combaten la versión más inocua de las estafas, pero imaginen mi estupefacción al leer que "Cort decreta órdenes de alejamiento al último grupo de trileros". A bote pronto, pensé que habían empeorado las relaciones de Mateo Isern con los hombres de Bauzá, y que el alcalde había emprendido medidas drásticas. Claro que si el Ayuntamiento expulsa de Palma a todos los trileros, no habrá quórum para celebrar plenos municipales en que se acuerdan atropellos como legalizar pisitos millonarios con sentencia en contra del Supremo.

Un repaso más detenido a la noticia en cuestión me tranquilizó. La expulsión de Palma solo afectará a los trileros que no dispongan de un cargo político, y que constituyen una parte ínfima del censo de timadores. No tengo claro que se deba proteger al idiota que se detiene ante un puesto de trile con notorio desprecio de su integridad económica, del mismo modo que no se actúa contra casas de apuestas y casinos. Antes al contrario, y a diferencia de sus hermanos financieros, los trileros cumplen el impagable rol darwiniano de desplumar a quienes no entienden el valor del dinero y de la ley de probabilidades, donde el segundo crimen supera en gravedad al primero.

Además, Cort no expulsa a los trileros porque puede, sino porque no puede. Una medida tan radical como estéril sin supervisión judicial equivale a la enérgica impotencia del caniche ladrador. El Ayuntamiento es incapaz de actuar contra la mafia del ruido, ni siquiera ha aprendido a vaciar las papeleras rebosantes que perjudican la imagen de una ciudad turística. También cierra los ojos ante terrazas de bares con toldo que suponen una incitación a la piromanía. Un acercamiento del alcalde a la realidad será más útil que su evidente alejamiento de la misma. Tiene poco tiempo, antes de que infractores y delincuentes lo destierren de Palma. A perpetuidad.