Un ministro del gobierno de una España en pleno proceso de germanización pretende excluir a Cataluña de la transformación ofreciéndole a cambio la herencia de la cultura en suspenso, la española, y a condición del rechazo de la propia, la catalana. Así las cosas, los catalanes están de suerte, puesto que el tránsito de catalán a español es casi puramente una cuestión toponímica, mientras que el resto de españoles nos vemos obligados a atravesar un verdadero trauma, una mutación genética, hasta que nuestra imaginación acabe diseñando Wolkswagens. Somos muchos los que estamos condenados al fracaso, y eso es bueno, puesto que no hay espacio para todos en la nueva Alemania.

Entrar a formar parte de la familia política en España equivale a emigrar. La posesión de un escaño en el Congreso, en Bruselas, un sillón en una conselleria, capitanear un ministerio y cualquier otro cargo que le permita a uno volar excluye automáticamente al afortunado de ser español. Un cargo político vuela en primera, literalmente y en la imaginación, entra en la consulta del médico que él elige sin saber lo que es una lista de espera, engulle opíparas cenas regadas con el mejor vino en restaurantes de tres diferentes capitales europeas en una misma semana, trata negocios multimillonarios con una facilidad pasmosa, simplemente comprometiendo partidas de siete cifras a empresas que ahora le dan un sobre a rebosar y mañana un puesto de consejero en la empresa privada con un salario de otra galaxia, con los billetes del sobre cubre los gastos que le evitarán contratar un vulgar canal porno desde la suite de un hotel y otros, sin el incordio de reparar en ellos. El dinero, la escuela de sus hijos, los ahorros para las vacaciones y los regalos de Navidad, la reparación del vehículo y recordar el nombre de su nuevo chofer forma parte de un lejano pasado al que nunca regresará un ministro de Loquesea, salvo que el individuo sea un completo inepto. Se han dado casos.

Los españoles olvidamos con facilidad que crisis significa cambio. La adolescencia, por ejemplo, es una crisis, un trauma que cuando finaliza no te devuelve a la niñez, al inicio, sino todo lo contrario. Hemos pasado el ecuador del camino que nos llevará a una situación a la que, por mucho que nos parezca increíble, lograremos adaptarnos. El final de la crisis se perfila ya en el horizonte, y resulta aterrador. La ingenuidad de creer que al final de la crisis toparemos de nuevo con el pasado más llevadero requiere abusar de una licencia suicida, lo que un adulto no se puede permitir.

La lucha que mantienen todos los Wert de España es la de mantenerse al margen de dicho trance. La familia política persigue el elixir de la eterna juventud, con nuestro consentimiento en forma de pasividad, y para ello precisa sacrificios, sangre fresca todos los días. Los gobiernos de Zapatero y Rajoy, en esencia, no difieren de las pretensiones de la antigua aristocracia rusa, por ejemplo, y no es otra que la de salvar su hegemonía, cueste lo que cueste. Es imprescindible recortar el bienestar de todo un pueblo (que se presta a ello) para mantener salarios y prestaciones, gastos para dietas, pensiones vitalicias, compatibilidades con cargos privados, blindajes soeces en una banca que es pública desde hace mucho tiempo aunque sólo ahora se ha visto forzada a mostrarse como tal. Lo importante es estar ahí y no regresar nunca más a la España de los mortales. En este aspecto, como en la mayoría, Cataluña no se diferencia de España. Qué fácil resulta mantenernos en Babia.

Españolizar a Wert, que es lo que pretendíamos al inicio, resultaría del todo imposible. Es pedir demasiado. Si algo hemos aprendido durante la crisis es que pidiendo no se consigue nada. Todo lo que los Wert de la familia política han logrado ha sido mediante la imposición, el dictado, pero nunca a través de ruegos y plegarias.

Ellos han logrado capear el temporal y nosotros nos hemos dejado lanzar por la borda. Si alguien quiere señalar a un culpable no será necesario levantar un dedo, bastará con que nos miremos en el espejo.