La ley del aborto de 2010, que como la primera regulación de 1985 fue impulsada por el PSOE sin el apoyo de la derecha, había sido endosada pacíficamente por la opinión pública porque resolvía definitivamente el problema y colocaba a este país en plano de igualdad con los grandes países europeos. Y, según acaba de saberse, esta normalización había desembocado en una reducción paulatina de los abortos realizados. En los ochenta, España venía de sufrir una larga dictadura y fue prudente abordar la modernización en ese terreno por la vía de despenalizar algunos supuestos de la interrupción voluntaria del embarazo. Y de hecho, Aznar no hizo en sus ocho años de mandato gesto alguno de pretender cambiar una legalidad que, en su momento, fue durísimamente criticada por Alianza Popular. Pero veinticinco años después, era necesario optar por una ley de plazos homologable a las europeas, capaz de establecer un equilibrio aceptable entre los valores en juego y de poner término a la hipocresía que caracterizó la aplicación de la anterior, que obligó a fingir enfermedades imaginarias para avalar médicamente la decisión de la mujer. Y se promulgó la Ley Orgánica 2/2010 "de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo", que despenaliza el aborto inducido durante las 14 primeras semanas de la gestación; durante este tiempo, la mujer puede tomar una decisión libre e informada sobre la interrupción de su embarazo.

Este gobierno conservador ha decidido sin embargo volver atrás y regresar a la ley de 1985, eliminando además la despenalización del aborto en caso de malformación del feto para dar cumplimiento a un exigencia del comité de la convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad. Un informe que, por cierto, también recomienda otras cosas, como por ejemplo que el Estado destine "recursos suficientes para garantizar los servicios de asistencia a los dependientes e incluso los amplíe".

En una sociedad sana, y la española lo es, nadie puede ser "proabortista". El aborto representa siempre un drama personal en la mujer que opta por él, y que lo hace en la mayoría de los casos porque no encuentra fuerzas para abordar la maternidad. Dicho esto, parece lógico que quien ha tomado tan dramática determinación encuentre la comprensión del Estado y no la hostilidad institucional, que le obliga a introducirse en un laberinto jurídico y burocrático que en muchos casos no podrá superar. Y con la ley de 1985, que ahora se quiere rescatar, había inseguridad jurídica puesto que se utilizaba como un coladero el pretexto del riesgo grave para la salud psíquica de la madre para encajar legalmente la interrupción del embarazo.

Ahora se quiere volver a aquella situación, agravándola incluso con nuevos requisitos, de forma que pasaremos, si alguien no lo remedia, al estadio anterior: quien pueda costeárselo, irá a abortar a las clínicas bien dotadas de los países de nuestro alrededor, y quien no pueda permitírselo, entrará en una sórdida espiral de mentiras y clandestinidad, con riesgo de su propia vida.

Así las cosas, Ruiz-Gallardón, impulsor del desaguisado, ha conseguido enemistarse con todos „partidarios de la ley vigente y enemigos radicales del aborto inducido, que consideran reforma insuficiente„ e iniciar, con tal regresión, un nuevo vaivén que se hará patente a cada alternancia política. No hay que ser un augur ni siquiera un experto en prospectiva para entender que ésta y otras involuciones a las que estamos asistiendo no serán duraderas porque el mundo va justo en la dirección contraria.