Periodista alguno ha dejado de aludir a Nelson Mandela desde que falleciera hace hoy mismo una semana, a los 95 años de edad y admirado por el mundo entero. 27 años en una prisión blanca tuvo que soportar este hombre tan tozudo como honrado antes de conseguir llevar adelante un sueño que, entonces, a todos parecía imposible: la igualdad de derechos entre blancos y negros en la Sudáfrica del tremendo apartheid impuesto por lo boxers contra la población negra del lugar. Hasta llegar a ser el primer presidente de color tras la liberación de tanta indignidad, contemplada con interés por el entero mundo pero pocas veces rechazada mediante actos de censura explícita para evitar contratiempos internacionales.

Un día el Frente Nacional Africano consiguió el triunfo deseado y el encarcelado abandonó las rejas y Sudáfrica comenzó una nueva vida. La vida libre y esperanzada soñada durante tantos años por este hombre seguro de sí mismo y a su vez seguro de la no violencia a lo indio. Desde el interior de su cárcel, perdida en el mundo, consiguió lo que muchos, armas en mano, jamás habían conseguido. Ésta es la mayor herencia que nos deja Nelson Mandela, hermano nuestro, hombre entre los hombres.

Vivimos tiempos malsanos, enfermos de patologías varias y de una casi desesperanza en aumento. Estamos consiguiendo que nadie crea ya en nadie y que los poderosos nos inunden con ejemplos rechazables y en absoluto modélicos. Estamos al borde de machacar la democracia que tantísimo nos había costado recuperar. Y que, hace pocos días, celebrábamos al conmemorar los 35 años de otorgarnos la presente Constitución, imperfecta pero posible, a la vez que recordábamos la personalidad de Adolfo Suárez, otro hombre honrado donde los haya. Un hombre que, en este preciso momento, se desconoce incluso a sí mismo, perdido en sus propios fantasmas. Un montón de realidades que debieran obligarnos a recuperar los deseos de ser mejores en la cúpula y en la base de la pirámide política, económica y social y hasta religiosa. Tenemos referentes, pero hemos decidido no hacerles caso, llevados de nuestras pasiones enfermizas y, cómo no, partidistas y dogmáticas. Enterrada la empatía, nos dedicamos a golpearnos entre nosotros al modo goyesco sin la menor compasión. Nos gusta hacernos daño. No solamente al adversario porque también a nosotros mismos. Una lástima haber llegado a tamaña muestra de deshumanización. España como un campo minado de enemistades.

¿Para qué celebrar en nuestro país, y en tantos otros de este planeta agrietado, la muerte de Mandela, tras 27 años de prisión, entregados a la reconciliación y modificación de su anterior actitud violenta? Para nada de nada. En todo caso, para salvaguardar nuestra vulgaridad humana y política cubriéndola con la manta de una memoria en general sometida al olvido y a la traición de sus ideales.

No nos merecemos a este hombre que estamos convirtiendo en una especie de santo laico y, puede que también, en un ejemplo de santidad cristiana en contacto con el siempre presente arzobispo Desmond Tutu. Homenajes vergonzantes, comenzando por su tierra sudafricana, sometida a tantos errores que él mismo intentó solucionar y que sus sucesores han sido incapaces de mantenerse coherentes con una mínima sabiduría. Desde la gloria de Dios, Mandela llorará cuando contemple a su propio país y lo descubra de nuevo golpeado por los blancos dominantes y algunos negros subidos al machito del poder. Maldita sea.

Nosotros, admiradores de este sudafricano ejemplar, no merecemos cantar sus hazañas si no modificamos nuestras conductas y estamos decididos a mantener tantísimos apartheides como levantamos día tras día. Los pobres más pobres y los ricos más ricos, mientras criticamos al Papa Francisco, que nos invita al cambio de corazones de piedra en corazones de carne. Mejor sería hacer un gran silencio y meditar sus palabras, leídas en algún lugar público para todos los ciudadanos que lo desearan. Escucharle. Meditarle. Imitarle.

Magnanimidad, enfatizaba él. Magnanimidad urge practicar. En España y en el mundo. De tal manera que pongamos corazones y cerebros en sintonía y todos trabajemos por caminar el mismo camino de fraternidad y, si necesario fuera, de sacrificio por el bien común. Una poquita cárcel de nada. Vale la pena.