No valen paños calientes. La última conferencia de la ONU sobre el cambio climático fue, como era de prever, un estrepitoso fracaso. No hay interés alguno por parte de los Gobiernos. Y las multinacionales del sector de la energía continúan su cabildeo, comprando a quien haya que comprar para conseguir sus objetivos. Dinero para ello no les falta, como tampoco escasean en ningún lugar los sobornables. Conferencias como la de Durban o la que acaba de celebrarse en Varsovia sólo sirven para que la ONU y los países que la integran gasten su dinero en viajes aéreos, hoteles y comidas para los delegados y para soltar de paso más CO2 a la atmósfera.

Ahora la moda es el "fracking", la fracturación hidráulica del subsuelo mediante la inyección a presión de agua, arena y aditivos líquidos para extraer del substrato rocoso el gas y el petróleo que encierran. Las nuevas reservas en algunos países son al parecer inmensas y harán a ese país menos dependiente del petróleo del Golfo y otras fuentes. De nada sirven muchas veces los avisos sobre los peligros que pueden derivarse para el medio ambiente, entre ellos la posible contaminación de las aguas freáticas. La preocupación que desató el informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático del año 2007 o el impacto de la película de Al Gore "Una verdad incómoda" parecen haberse disipado, al menos por lo que respecta a los Gobiernos.

Estados Unidos y China, los mayores contaminantes del planeta, no están dispuestos a dejarse maniatar. Los norteamericanos argumentan que el "fracking" es en cualquier caso menos contaminante que el carbón. Mientras que otros aprovechan la catástrofe nuclear de Fukushima para volver a quemar carbón como si nada ocurriera. Mientras tanto, como suele ocurrir con estas cosas, en los campus universitarios estadounidenses, los jóvenes más idealistas y concienciados han comenzado a agitarse.

El pistoletazo de salida lo dio un ecologista de aquel país llamado Bill McKibben en un artículo publicado en la revista "Rolling Stone". La campaña por él lanzada se llama "Fossil Free Disinvestment" y en ella se insta a las universidades, las iglesias, las fundaciones, los municipios y a todos cuantos quienes quieran adherirse a ella a "desinvertir" los fondos que pudieran tener en las multinacionales del sector energético. El modelo es la que llevaron a cabo también muchas universidades y fundaciones contra el apartheid, que contribuyó en buena medida a poner fin a aquel odioso régimen racista de los blancos surafricanos. Tal vez por ello uno de los que apoyan la nueva iniciativa sea el ex arzobispo Desmond Tutu, que sabe que los países del continente negro, como tantos otros del mundo en desarrollo, van a ser los primeros, aunque no los únicos, en sufrir las consecuencias de un cambio climático fuera de todo control.

La campaña se ha ampliado ahora a Europa con una gira de algunos de sus organizadores y de intelectuales que la apoyan como el propio Tutu o la autora Naomi Klein por Alemania, Holanda y el Reino Unido. Los iniciadores han hecho al mismo tiempo un llamamiento, con seguridad inútil, a las alrededor de 200 compañías petroleras y gasistas que cotizan en Bolsa y controlan la mayor parte de las reservas de carbón, petróleo y gas del planeta para que suspendan la exploración de nuevos hidrocarburos y dejen mientras tanto en el subsuelo el 80 por ciento de las que ya poseen.

Según algunos estudios científicos, las reservas conocidas totales de la industria de los hidrocarburos totalizan el equivalente de 2.765 gigatoneladas de carbón, y basta quemar 565 gigatoneladas para elevar en dos grados centígrados la temperatura media del planeta, que es el límite fijado.

Es en cualquier caso la lucha de David contra Goliat. Pues los gigantes del sector, entre los que figuran las estadounidenses Exxon Mobil, Chevron o ConacoPhillips, las rusas Lukoil, Severstal o Gazprom o la británica BP, por citar sólo algunas, tienen un valor de mercado combinado de 3,8 billones de dólares. Y la dotación de las 50 escuelas y universidades más ricas de Estados Unidos sólo llega a los 269.000 millones, de los que aproximadamente un 5 por ciento están actualmente invertidos en empresas del sector energético.

Pero algo hay que hacer, piensan esos idealistas, que quieren convencer también de su causa- y lo están haciendo ya- a fondos de pensiones, a iglesias y a municipios.

Ya se han sumado a la campaña numerosos colegios y universidades de Estados Unidos, además de diez ciudades, entre ellas dos de la costa Oeste, las tradicionalmente más progresistas de aquel país: San Francisco y Seattle. En Europa lo ha hecho también ya un municipio, el holandés Boxtel, iglesias como la de los cuáqueros, además de la universidad inglesa de Surrey y el University College London. En otras universidades, como Oxford o Cambridge y Edimburgo, las más ricas del Reino Unido, se han lanzado también iniciativas en la misma dirección. Y el movimiento se extiende por Canadá, Nueva Zelanda y Australia. ¿Notarán, sin embargo, algún pinchazo esos gigantes?