Los "guiris" empiezan a pillarle el punto al Día del Libro. Aunque se trata de una costumbre catalana, lo cierto es que ha arraigado en latitudes tan alejadas y exóticas como Tokio o Palma de Mallorca. En el fondo tiene su lógica. El Día de Sant Jordi reaviva en nosotros el viejo sueño de ser mejores, más cultos y más felices. Lo asombroso es que ésta es la clase de sueño que ha desaparecido por completo de los programas electorales y del horizonte de la sociedad. ¿Mejores, más cultos? Ni de coña. A lo sumo unos pocos distinguen aún la palabra "felices". Pero como nos han comido el tarro contándonos el cuento de que la felicidad era sinónimo de bienes materiales, nos hemos convertido en unos desdichados. El Día del Libro, pues, nos devuelve por unas horas a lo mejor de nosotros mismos, no a lo que somos sino a lo que podríamos llegar a ser. Un paseo, un libro, una rosa, un amigo, el amor.

Editorialmente hablando, este año la gran triunfadora fue Sloper. Ninguna otra editorial mallorquina cuenta entre sus filas con un equipo semejante. Aquella tarde me acerqué a El Corte Inglés y allí estaba Román Piña, firmando ejemplares de El general y la musa, audaz y delirante visón del paso de Franco por la isla. Pero no era el único star: saludé a Carlos Jover, cuyos inquietantes relatos de Durmiendo en Gotham todavía me quitan el sueño, y recibí el abrazo de Octavio Cortés, el último excéntrico genial de nuestras letras. Este Cortés dará mucho de qué hablar, ya lo verán. Porque tras firmar ejemplares de Cómo apedrear a un escritor de éxito y brindar al mundo un impagable manual de instrucciones para sobrevivir a la crisis, luego se fue él solito a la sede del PP para templar los ardores de un centenar de desahuciados que pedían cabezas. Ninguno de los presentes sabía que estaban nada menos que frente al coordinador de Inserción Social del Consell de Mallorca. Presuntamente el enemigo. Pero tras escuchar el monólogo honesto y vibrante de Cortés, se lo llevaron en andas como a un torero.

Fiel a la tradición, el Día del Libro me deparó además su cuota de grata sorpresa. Me refiero a Salvador Alís, un poeta valenciano afincado en tierras mallorquinas, que acaba de editar un poemario valioso: Time Lapse. Como saben mis enemigos, yo no soy poeta, pero como saben mis amigos, de poesía sé un huevo, con perdón, bastante más que la mayoría de rapsodas que van por el mundo. Por eso reconozco al instante a poetas como Alís, que son los que poseen una voz auténtica y la ponen al servicio de la propia experiencia sin descuidar la andadura que es propia de todos los hombres. En estos versos hay fondo, hay latido, hay verdad, también esa rara pureza que sólo dan los páramos o las cumbres. Y si hablo de Sant Jordi con retraso es porque no he olvidado el deseo de ser mejores, más cultos y más felices.