La enésima evidencia acerca de que el Palacio de Congresos fue un disparate desde el instante mismo en que se concibió ha surgido con el fracaso del concurso público que había de conceder su gestión, desierto por el incumplimiento de las condiciones del pliego por parte de la única empresa interesada. Llegado este punto, sería bueno dejar de lado las ironías, la búsqueda de culpables y la reclamación de responsabilidades en tanto que no se logre lo más urgente, que es cómo acabar con la pesadilla.

Dos son las claves a tal respecto: la económica y la estética. Con el fin de sacarse de encima la segunda, van a gastarse entre dos y tres millones de euros más para cerrar la fachada y darle un aspecto, si no honorable, al menos decente. En términos oficiales, que no parezca un edificio fantasma. Pero la condición fantasmagórica sigue viva; más aún si nos creemos eso de que ojos que no ven, corazón que no siente. El fantasma continuará metido allí, en la entrada misma de Ciutat, hasta que las autoridades responsables se decidan a tomar el toro por los cuernos.

En términos económicos, el palacio (por llamarle de alguna manera) ha sido un verdadero desastre. Pero lo crucial ahora no es lamentarse sino hacer lo posible para que la sangría no continúe. Habida cuenta de que ninguna empresa va a cargar con el muerto en las condiciones que interesan al ayuntamiento de Palma y al Govern, y que ceder en las exigencias es lo mismo que dilapidar aún más los dineros públicos, parece evidente que la única salida razonable es derribar el edificio que ni sirve ni va a servir de nada, como no sea para aumentar la deuda institucional. Sólo hay una razón que podría impedir el llevar a cabo esa cirugía cada vez más urgente, y es la estética. Pero sostener a estas alturas que el engendro de la autopista de Son Sant Joan tiene el más mínimo mérito de ese tipo es abundar en los dislates. Tal vez situado en otro lugar pasaría, al menos, desapercibido. Allí donde se encuentra, suma a los espantos formales un problema urbanístico que cada vez irá a más.

Tirar una inversión —o, mejor dicho, gasto— de tanto calibre puede parecer doloroso pero lo que en verdad asusta es mantener ese pozo sin fondo para, encima, cargar con un problema de imagen. Dejemos, pues, de lado las cuestiones de rencillas políticas y guerras de bandos para dar paso a la solución imposible de demorar por mucho tiempo más de lo que ya es un problema colectivo. Olvidemos, de momento al menos, de quién es la culpa de lo sucedido y tengamos por una vez la prudencia necesaria para sacarnos el muerto de encima. Porque, vamos a ver, si al final resulta que nuestra autonomía es una más de las que van a ser intervenidas, ¿cree alguien con dos dedos de frente que unos administradores impuestos desde fuera van a tardar mucho en darse cuenta de que una de las formas más inmediatas de sanear las cuentas es la de terminar con lo que jamás va a ser, ni por asomo, un edificio rentable?