Necesitaba alguien comprensivo, alguien que le ayudara a comenzar de nuevo a la manera de aquel Nicodemo del evangelio pero desde una perspectiva absolutamente laica, sin recurso posible a cualquier referencia trascendente. Esto es lo que me dijo por teléfono cuando se presentó como "amigo de un buen amigo suyo", sin llegar a decirme nombre alguno en concreto. Amigo de un amigo, y por ello mismo, también amigo mío, tales son las consecuencias de la amistad.

Cuando entré en la salita de visita y le vi por vez primera, le reconocí: exactamente el mismo que en los medios de comunicación, pero un tanto más avejentado, como si un gran cansancio se hubiera desplomado sobre su persona en general vivaracha, dominante y, sobre todo, sonriente para fotógrafos y cámaras. Era el mismo pero no lo era. Era el tipo de siempre pero seguramente golpeado por alguna misteriosa circunstancia. Nos sentamos, hubo un largo silencio, y al cabo me miró sonriente y entristecido a la vez hasta decirme: "No puedo más, por favor, écheme una mano como amigo, como sacerdote, como lo que sea, pero necesito que alguien me escuche desinteresadamente y que después tal vez nunca me vuelva a ver, se lo pido por favor…".

Así comenzaron tres horas que nunca olvidaré. Tres horas que encerraron perfectamente eso que llamamos la terribilidad de la condición humana. Porque somos, sencillamente, hombres y mujeres que estamos en el mundo, tantas veces dejados caer en este maravilloso y desesperante mundo, como decía Ellacuría. Cuando marchaba le pregunté si podía hacer uso de nuestra entrevista como referencia de una enfermedad del siglo, como un aviso para navegantes. Sonrió, de nuevo, pero ahora sin mezcla alguna de tristeza: "Por supuesto, ha llegado el momento, he creído entender, de echarnos una mano unos a otros, ¿no?". Y desapareció por la verja de entrada. De esta entrevista hará unos diez días. Esta mañana, al descubrir su fotografía en la prensa, me he decidido a escribir sobre él, sobre su experiencia, sobre la posibilidad de triunfar y a la vez de encontrarse sumergido en el peor de los sótanos del alma. Los sótanos de la culpa.

Durante un largo rato, me habló de su vida en general, de su pronto triunfo en el mundo del espectáculo y empresarial, del aumento irrefrenable de su economía, de su propia familia relativamente sólida en el contexto en que él y su mujer debían moverse, de dos hijos que nada querían saber del universo paterno, ambos en el extranjero, para acabar por añadir que, tras todo esto y en plena crisis ambiental, llevaba un tiempo sintiéndose inexplicablemente culpable de los cadáveres dejado en este viaje triunfal hasta el éxito, la fama y el poder, que comenzaba también a ser poder político por razones sobrevenidas. Y añadió que lo había consultado con un amigo psicólogo, que estaba a punto de lanzarse a un psicoanálisis, pero que precisamente en tal momento, un amigo común le había recomendado que viniera a verme.

Me indicó que durante unos días me había seguido por Internet lo que iba apareciendo de mi tarea periodística, y que también se había hecho con mi currículum. En fin, que creía saber dónde se metía al venir a verme. Inteligente, buen estratega, viajero empedernido también por necesidades empresariales, lector infatigable, con cierta memoria de su colegio religioso donde había cursado bachillerado. Nos reíamos un rato poniendo en común anécdotas de los cincuenta en aquella España nacionalcatólica. Al cabo, me tomó la mano y me dijo, de nuevo, que lo importante era que el sentido de culpa no le abandonaba, que soñaba con las personas dejadas en el camino. Que tenía un complejo terrible de "haber ocupado salvajemente el lugar de otros a lo largo de la vida, tras expulsarlos sin piedad". Y se me echó a llorar de forma incontenida.

Intenté tranquilizarle para que fuera capaz de pedir interiormente perdón, de tal manera que se auto perdona, y le añadí que el proceso sería largo hasta llegar a vivir en paz, libre de remordimientos y de autopuniciones. Al final, insistí en que tal vez la ayuda de un buen profesional de la psicología le ayudará a llevar adelante el proceso que le había descrito. Y de golpe y porrazo me miró y dijo que si en la casa había alguna capilla. Le conduje hasta ella. Se arrodilló y permaneció casi media hora en silencio, mientras le contemplaba consciente de que la condición humana es imposible de descifrar a priori. Somos un largo misterio que nunca acabamos de encontrarnos a nosotros mismos.

En estos momentos críticos, pienso que muchos y muchas viven circunstancias parecidas a las del amigo de mi amigo. Miran a su alrededor y se sienten culpables de su triunfo. Es la culpa honrada. Que solamente se repara cuando uno se autoacepta como culpable y, en fin, comienza a volcarse a favor de los demás. Porque este hombre, en la actualidad, dedica varias horas semanales a trabajar para Cáritas, desde un pretendido anonimato. La culpa se ha transformado en solidaridad.