Nuestra sociedad menosprecia a los creadores y, francamente, no creo que ello sea algo totalmente nuevo ni se deba precisamente a la ignorancia. Más bien ocurre al revés: las nuevas tecnologías nos han hecho creer que todos somos un "poco" creadores, -las cámaras digitales y el "fotoshop", por ejemplo, nos han convertido a todos, de repente, en fotógrafos- cuando, en realidad, la socialización de la información que las nuevas tecnologías han aportado nos han convertido sólo en consumidores y, como mucho, en imitadores de lo que otros han creado. Por otra parte, tampoco el pasado se caracterizó por su excesivo aprecio por los creadores. Cuando Velázquez pintaba, sus obras eran observadas -y se supone que apreciadas, pero eso ya es mucho suponer- por una minoría que tenía acceso a la Corte. En realidad, Velázquez era, para la mayoría de sus contemporáneos, un perfecto desconocido y, para quienes frecuentaban la Corte, un simple criado del Rey que tenía asignada, entre otras funciones, la de realizar los cuadros que Felipe IV le encargaba. De todas formas, los contemporáneos de Velázquez tenían la excusa de su desconocimiento o ignorancia. Nosotros no necesitamos salir de casa para tener acceso virtual a cualquier museo del mundo. Nos sobra la información. De hecho, a menudo nos abruma su peso. Y, sin embargo, somos reacios a valorar el genio de los creadores. Con frecuencia, ni siquiera lo advertimos.

Creo que Marx tenía parte de razón cuando decía que en toda ideología hay una base económica. Nuestra sociedad cada vez "crea" menos objetos concretos. Los oficios artesanales casi han desaparecido y hasta las fábricas, en cuyas cadenas de montaje se fabricaban objetos en serie, van cerrando debido a esa loca deslocalización que se lleva la producción a países más pobres y con menos exigencias laborales. Nuestra sociedad, para no salir de España, se basa de una manera abrumadora en el sector servicios. Nuestra economía se sustenta en el trueque. Compramos y vendemos lo que otros han fabricado con el dinero que obtenemos vendiendo lo único que todavía nos queda: sol y territorio. Nuestro país atrae turistas y residentes que invierten en viviendas. De ahí sale la mayor parte de nuestros ingresos particulares y de los del Estado. Varios sectores económicos tradicionales se sustentan artificialmente por medio de subvenciones, como la agricultura, la ganadería y la pesca. Por tanto, no son rentables, no producen beneficios. Somos un país de mercaderes que vende su clima y su suelo, y compra barato, -si es posible, gratis, léase descargas de Internet-, lo que otros han creado.

Quien no crea, valora poco o nada lo creado por los demás. Como he mencionado antes, las nuevas tecnologías nos han hecho creer que todos somos un poco creadores: todos podemos hacer fotos y mejorarlas, escribir breves comentarios agudos, irónicos y hasta líricos en los muros de nuestras respectivas redes sociales, sin ser conscientes de que, a menudo, nos limitamos a repetir formas y conceptos creados por otros. Escribir La divina comedia o el Ulisses, pintar Las meninas o la capilla de Rothko, es otra cosa muy distinta. No sé, tal vez me equivoco, pero a mí me parece que el genio no es democrático: sólo lo tiene quien lo tiene. Quizá el respeto por las grandes creaciones de unos pocos, de quienes están en la cima de la pirámide del arte y la literatura, moldea el gusto y nos otorga la humildad necesaria para valorar en su justa medida nuestras propias y pequeñas creaciones.