A veces pienso que la cuestión de la bondad humana es un mito tan improbable como el de la felicidad y, sin embargo, ambos son de curso tan habitual como un billete falso en Italia o la mentira de un político en España. Todos queremos ser felices, pero la "felicidad" es un concepto tan completo, tan absoluto y tan inabarcable que acabamos conformándonos con pequeños sucedáneos. La bondad es una noción igual de absoluta –como lo es la maldad, su antónimo. La mayoría de seres humanos nos situamos en un término medio, en uno de los numerosos grises que se extienden en el largo camino que separa la bondad completa de la maldad total. En realidad, casi nadie ocupa los dos extremos, salvo ejemplos históricos de todos conocidos, modelos tan exactos de bondad y de maldad que más parecen abstracciones que seres humanos auténticos.

Lo cierto es que la mayoría de las personas que nos rodean son "buenas personas" en el sentido de que no cometen grandes crímenes ni grandes atropellos contra sus semejantes –la mayoría no los cometen ni siquiera pequeños. Pero en ocasiones, aceptado este hecho empírico de la abundancia de una bondad media en nuestro ámbito humano –cuestión poco dable, por otra parte, a demostraciones científicas–, uno se pregunta si nos portamos en general bien por tendencia natural, por una, llamémosle, convicción moral de que el bien es superior al mal, o porque la propia sociedad, por medio de las leyes, la policía y los jueces, nos obliga.

Lo cierto es que hay naciones aparentemente ordenadas y bondadosas que se transforman cuando una catástrofe o una guerra trastocan el orden establecido y desaparece la autoridad de las leyes. Hace 15 años, una novela del escritor checo Pavel Kohout, titulada La hora estelar de los asesinos planteaba una situación paradójica. Al final de la Segunda Guerra Mundial, en la Praga ocupada por los nazis, un policía honrado de la Gestapo se empeña en dar caza a un asesino psicópata checo. Pocos días después la ciudad es tomada por los soviéticos, comienzan las matanzas indiscriminadas, sin juicio ni control, de alemanes y colaboracionistas, y el asesino se convierte en un héroe de la liberación de la ciudad precisamente por el ensañamiento con que participa en el linchamiento de enemigos "malvados". ¿Dónde estaría la frontera entre bondad y maldad en una ciudad marcada por las torturas y asesinatos de la Gestapo e, inmediatamente después, por las torturas y asesinatos de los propios ciudadanos de Praga que salen a la calle a vengarse? Probablemente en los individuos tomados de uno en uno, en ese improbable agente de la Gestapo honrado, en ese psicópata que, literalmente, disfruta matando enemigos de la patria porque las circunstancias se lo permiten: en una situación normal, sus crímenes se considerarían horrorosos y sería perseguido por la propia policía checa.

El problema, como siempre, es que para juzgar a los otros deberíamos conocerlos: saber sus circunstancias, comprender lo que hay detrás de sus actos, entrar en sus mecanismos mentales. Y eso es fácil en las novelas, no en la vida real. Pocas cosas hay más impenetrables para un ser humano como los derroteros mentales de los demás seres humanos. Incluso los de aquellos que creemos conocer mejor.