Estaba José Saramago de cuerpo presente en el Ayuntamiento de Lisboa, cuando el diario oficial de la Santa Sede, el medio de comunicación a las órdenes directas del Papa de turno, L´Osservatore Romano, lanzaba contra el Nobel de literatura un ataque total, sin escatimar armamento pesado. El Vaticano siempre ha guardado una inmensa animadversión hacia Saramago, pero resulta todo un acontecimiento ver al diario de Ratzinger arremeter contra un escritor que apenas unas horas antes había dejado este mundo. ¿Por qué tanta inquina? Posiblemente porque la Iglesia católica jamás ha perdonado a Saramago El Evangelio según Jesucristo (el filósofo Paolo Flores d´Arcais lo explica en un luminoso artículo en El País), al que hay que acercarse con muchísimo respeto y el alma abierta a la congoja, al sufrimiento.

Saramago ofrece un Jesús árido, seco como un latigazo, que recuerda al también enormemente inquietante del Evangelio según San Mateo de Pasolini; un hombre que no es Dios ni tiene la más mínima pretensión de serlo. El Jesucristo de Saramago es radicalmente inaceptable para la Iglesia católica, al contrario que el de Kazanzakis; el Jesús del griego, el de La última tentación de Cristo, en el momento supremo, clavado en la cruz, sí toma conciencia plena de su divinidad: es el hijo de Dios; lo que hace que Kazanzakis se reconcilie con la "verdad" cristiana (católica y ortodoxa), pese a hacer crujir hasta el final todas sus cuadernas.

Con Saramago, la cosa es distinta; de ahí que el Vaticano no haya dejado ni tan siquiera que su cuerpo fuera incinerado para hacerle un "exorcismo" público, sin reservas, obviando el más leve reconocimiento. Saramago ha sido nuevamente "excomulgado" por la Iglesia católica, esta vez a título póstumo. Nunca le importó al escritor ateo la enemiga que encontró en la jerarquía católica, tanto la vaticana como la radicalmente conservadora portuguesa (comparable en todo a la cada vez más reaccionaria española), pero que sí ha tenido el decoro, al contrario que Roma, de presentar sus respetos al Nobel de su país.

Con quien proclama su fundador, la Iglesia católica no admite debate. Dos siglos atrás, a mediados del XIX, Ernest Renán, se las tuvo tiesas al publicar Vida de Jesús, donde cualquier referencia a la divinidad del mesías es soslayada. Más que suficiente para el anatema. La Iglesia católica, casi doscientos años más tarde, trata de sepultar en el silencio a los eruditos, especialistas en historia antigua del cristianismo, que se enfrascan en la época de Jesús, en analizar quién fue y qué hizo, para razonar que no proclamó su divinidad y que no tuvo intención de crear una iglesia. Después llegó Pablo de Tarso, una vez descabalgado, y, tres siglos más tarde, el emperador Constantino…

El diario del Vaticano, siempre sucede lo mismo, ha hecho un postrero favor a Saramago: al ir a por él más allá de la muerte, engrandece su inmortalidad. No serán pocos los que, alertados por lo escrito en L´Osservatore Romano, sentirán la suficiente curiosidad para averiguar qué hay de tan corrosivo en El Evangelio según Jesucristo, querrán saber si debería haber formado parte del desaparecido "índice" de libros que en otros tiempos la Iglesia católica prohibía divulgar, ser leídos por los católicos; si ciertamente hubiera merecido una intervención directa, sin contemplaciones, de la Santa Inquisición, más tarde el Santo Oficio, hoy la Congregación para la Doctrina de la Fe, gobernada por Benedicto XVI siendo el cardenal alemán Ratzinger. Ahora, tanto cuando fue publicado, años atrás, como ahora, a punto de adentrarnos en la segunda década del siglo XXI, sólo le queda L´Osservatore Romano, que puede ser leído en una edición española, gentileza de la Conferencia Episcopal. Es lo que tiene la libertad de expresión, que es para todos o deja de serlo.