Si al llegar a Mallorca me hubieran dicho que acabaría viviendo en un barrio donde se oye hablar polaco, no lo hubiera creído. A mediados de los noventa el Terreno hablaba en mallorquín, luego en castellano, en inglés, en sueco y en alemán. Pero con el tiempo la zona ha experimentado profundas transformaciones. Ahora es frecuente oír palabras en ruso, en árabe, en polaco, y también en esa dulce parla latinoamericana, que es como otro idioma aunque también sea nuestro. Pues bien, en estos últimos días uno de estos idiomas se ha teñido de negro, como expresión del dolor de un pueblo que me resulta cada vez más familiar. Mi relación con algunas gentes de Polonia se remonta a hace tres años. En aquel entonces tuve que contratar los servicios de Violeta, una joven entusiasta y atractiva, que fue mi asistenta durante varios meses. Mi disgusto al perderla fue compensado por un nuevo regalo del Cielo. Se llama Ania. Esta mujer de energía incansable y simpatía arrolladora ha espantado el polvo de mis libros con mano de hierro. Y, sobre todo, ha sido una aparición luminosa que pintaba mis mañanas de felicidad.

A Ania le sorprendía que yo tuviera alguna foto de Auschwitz sobre la mesa: entonces me habló de terribles historias familiares, de abuelos gaseados y demasiadas noches de horror. Pese a este pasado tan tremendo, los polacos supieron sobreponerse a múltiples desgracias, sin rencores estériles e innecesarios. Fieles a sus tradiciones, han sufrido más que nadie la música del odio. Por eso, no quieren que esa música se instale en el corazón como se ha instalado en el recuerdo. Ahora, el Destino ha deparado a Polonia una nueva calamidad, tan injusta como las anteriores, pero investida de un siniestro significado. Perder la cúpula del país en un lugar de infausta memoria les ha hecho hablar incluso de castigo divino. Si todos ellos hubieran leído a la gran Szymborska sabrían que la vida es un misterio insondable, que no siempre pasa por las manos de Dios.

Sea como fuere, el dolor en el barrio se percibe. Pero también el regreso a la normalidad. Los polacos son gente honesta, religiosa, familiar, solidaria y trabajadora. Su apego a las verdades más profundas les ayuda a encarar las peores situaciones. He podido verlo, sin ir más lejos, en la cafetería "Arco Iris", cercana a Gomila. Durante meses la patrona, Mariola, me ha hecho feliz con sus deliciosos platos polacos, que son el arma definitiva para ahuyentar el frío; también me ha obsequiado con una tarta de manzana, que es con diferencia la mejor de la ciudad. Mujer de raza y poderío, podría mandar un regimiento sin alzar la voz. Ya no quedan mujeres así. Pero estos días la voz de Mariola no ha sido tan alegre. "Todo es demasiado duro", me dijo. Y para confirmarlo me mostró la televisión del local apagada. Por fortuna la tarta de manzana sigue siendo magnífica. Lo que prueba que aunque los castigos no sean divinos, las resurrecciones siempre lo son.