El mundo educativo se entrega periódicamente a nuevas panaceas. La última, que algunos presentan como bebedizo curalotodo de profunda visión psicopedagógica, es la retórica sobre las competencias básicas. Se alude vagamente a las mismas en la LOE, al definir las metas de distintas etapas, primaria y secundaria preferentemente. Ahora bien, aunque la Unión Europea haya citado ocho competencias básicas, se mantiene en la bruma qué cambiará en la práctica real en las aulas, y caben serias dudas de que se proponga algo que los docentes no hayan venido haciendo. Por otra parte, aunque lo que se propone tiene visos de ser un cambio metodológico, la práctica diaria en las aulas es el aspecto en el que menos incidencia tienen los cambios curriculares y legales. Muchos se temen que el resultado del invento sea, una vez más, lo contrario de lo que se pretende: otra bajada del nivel de conocimientos alcanzado.

Se justifica la nueva moda partiendo de la ficción de que los docentes intentan enseñar, insistiendo en la adquisición de conocimientos e ignorando la aplicación real de los mismos en la vida cotidiana. Se supone que se mantiene una concepción tradicional que premia el saber por el saber, un saber carente de aplicación funcional, incompatible con los intereses e inquietudes de los estudiantes, pero sobre todo, inservible desde el punto de vista de su utilidad en la sociedad actual. Seamos claros: hace mucho tiempo que los conocimientos no se desvinculan de su funcionalidad, ni se los imparte para reproducirlos pasiva, teórica y memorísticamente. No se debería partir de un diagnóstico anclado en premisas decimonónicas, para justificar la necesidad de una teoría moderna. Básicamente, los docentes hábiles nunca han dejado de "enseñar para la vida", por usar una expresión cuyo fondo retórico gustará a muchos. Y si ciertamente ha aumentado el número de los que salen de las aulas sin desarrollar competencias, aun las más básicas, desenfocamos el problema si creemos que se trata de insistir en lo que no se ha dejado de hacer. Otra cosa es el absurdo de ignorar que, al margen de los métodos que se apliquen, siempre ha habido alumnos más competentes que otros. La metodología usada es sólo una parte del asunto, que no siempre altera la motivación, los hábitos de estudio, las capacidades o los handicaps, que a veces hacen imposible la consecución de ciertas metas. El fracaso es posible y real, y no reconocerlo ha sido característico del voluntarismo del totalitarismo.

Lo paradójico de todo ello no es sólo que quienes pretenden actualizar la educación, tengan una visión alejada de la realidad, que a lo sumo les sirve para justificar su modus vivendi. Lo sorprendente es que se cuele subrepticiamente la falacia de que la aplicación práctica de lo aprendido se desarrolla al margen de los conocimientos previamente adquiridos. El problema real es precisamente el contrario. En la práctica, lo que los docentes constatan a diario, es la falta de instrucción básica para aplicar estrategias en la resolución de dificultades habituales y cotidianas. Sin un nivel básico de instrucción, por usar esta vez una palabra que a algunos incomoda, el desarrollo de competencias es imposible. Incluso el sentido moderno del conocimiento como know-how es un vaso comunicante con el pensamiento, de forma que uno y otro se retroalimentan. Para no resultar pesado con una perorata sobre la clásica relación entre teoría y praxis, basta poner dos ejemplos simples: la falta de vocabulario o de hábitos de lectura hacen imposible la compresión o la redacción de un texto. No se puede resolver un sencillo problema matemático si no se sabe calcular.

Un reproche frecuente y que no comparto, es que la insistencia sobre las competencias básicas nace de extrapolar a la educación el lenguaje economicista de las empresas, en las que se miden habilidades y producción, donde no tienen cabida. Es cierto que se puede prescindir en una empresa del trabajador incapaz o desmotivado, no así en la educación. Sin embargo, no se debe olvidar que el marco legal educativo español no favorece precisamente la responsabilidad, la excelencia, ni la autoexigencia (tampoco entre los docentes, por cierto), de forma que el conjunto adolece de una dejadez que exige la introducción de criterios menos laxos… como los que impiden que una empresa se vaya a pique.

(*) Portavoz adjunto de UPyD.