Historias de corrupción, como la supuestamente protagonizada por el exgerente del PP de Balears Fernando Areal y el publicista Miguel Romero, que engordó sus cuentas de resultados gracias a las Administraciones públicas regidas por ese partido, son las que han alimentado el creciente desengaño de la sociedad española.

El caso es muy sencillo y prototípico: un partido pide a una agencia de publicidad de máxima confianza que no le facture gastos electorales para no sobrepasar los límites legales de las campañas. La empresa accede al cambalache en la seguridad de que será recompensada en el futuro por los políticos, si no ha sido ya ampliamente beneficiada y debe mostrarse agradecida.

Otra muestra de degradación es la mezcla de intereses públicos con los particulares de una fuerza política. En el supuesto de autos se aprovecha que un velódromo público acaba de ser inaugurado para colar entre los gastos de construcción facturas de un mitin del partido que gobierna las instituciones.

Todo vale para hacer trampas y ser los chicos más listos del espectro político.

El dinero negro abonado a la agencia de publicidad proviene, supuestamente, de comisiones o dádivas recibidas, algo muy difícil de probar.

Surgen así flujos de fondos opacos que envenenan el sistema. Empresarios codiciosos se arriman a los partidos, especialmente en épocas de comicios, para "ayudarles" en lo que sea. Saben de sobra que, si siembran ahora, recogerán ciento por uno en el futuro.

El dinero, teóricamente, está destinado a la fuerza política, pero en su tránsito los recaudadores, los transportistas y el jefe del clan de turno reciben su contaminada tajada.