El buque entra de popa. Por un instante da la sensación que chocará contra la boya, pero no es más que un efecto óptico. Lentamente, el pueblo de catorce plantas atraca en la Estación número 1 de Palma. En el interior del MSC Splendida viajan 3.600 pasajeros y 1.200 tripulantes.

En el muelle le esperan dos policías nacionales, un guardia civil, el responsable del departamento de operaciones de la consignataria Transcoma, Christophe de Jonghe, y su compañero José Antonio Bennássar. El crucero procede de aguas tunecinas, pero no ha fondeado en Bizerte por razones de seguridad. La inestabilidad política ha convertido a Túnez en un apestado para la industria turística. Sin embargo, el tránsito por sus aguas resulta imprescindible para mantener abierto el casino y las tiendas libres de impuestos.

Miércoles. 10.30 horas. A las puertas de la estación marítima aparcan más de veinte autocares para trasladar a los viajeros del Splendida que quieren estirar las piernas. La excursión más económica cuesta 47 euros y consiste en un viaje a Valldemossa. Un recorrido a los enclaves más turísticos de la isla asciende a 85 euros. Los pasajeros disponen de unas doce horas para deambular por la isla. Pocos negocios navegan a toda máquina como el de los cruceros. Si no se tuerce el año, Palma batirá otro récord, con un millón y medio de pasajeros.

En el puerto coinciden hasta tres barcos a la vez, y no es jueves, el día punta de la semana. El más voluminoso de todos es el MSC Splendida, con 335 metros de eslora y 8,67 de calado, uno de los colosos que atraca en el mes de mayo, junto al Liberty of the Sea, cuatro metros más largo.

Mayordomo si hace falta

"Hace diez años teníamos 50 escalas durante toda la temporada y ahora se prevén 549", precisa Christophe de Jonghe, un belga políglota –habla seis idiomas– que antes de recalar en Palma hace trece años trabajó en México, Miami, Kenia y Maldivas. "Mi mujer me obligó a establecerme aquí", dice mientras contempla la silueta de la nave. "Si lo comparamos con un hotel, sería un cuatro estrellas plus. En las cabinas más exclusivas hay mayordomos. Pueden costar a la semana 2.000 euros por persona. Las normales rondan los 800 en régimen de pensión completa", explica.

La puerta del buque se abre. Los tripulantes extienden una alfombra y la oficial de emigración del Splendida, Francesca Tibaldi, desembarca para dar la bienvenida a los agentes. Antes de que los viajeros abandonen el barco, los policías y el guardia civil suben a bordo y se encierran en una sala para comprobar que todo está en orden. Los policías piden los pasaportes de los pasajeros extracomunitarios. El sargento de la Guardia Civil Alfonso Nájera se encarga de precintar el casino y las tiendas duty free, que permanecerán cerradas hasta que la embarcación zarpe. Las paradojas fiscales sólo permiten el juego y las compras libres de impuestos cuando el crucero está en alta mar. Alfonso Nájera tiene hoy tarea doble. Además de confirmar que el alcohol y el tabaco que transporta corresponde con lo declarado, debe precintar las 22 armas cortas registradas. "Suele ser habitual su tenencia, pero no tantas. ¡Es curioso! No llevan munición", afirma el sargento.

Los cruceros que hacen escala en Mallorca no acostumbran a pertrecharse en la isla. "Resulta más caro que en la península", lamenta Christophe de Jonghe. Solo repostan lo necesario: "Ayer el MSC Lírica cargó 500 toneladas de agua". En otras ocasiones reclaman verduras, cerveza o Coca-Cola.

Residuos

Normalmente, descienden más kilos de los que suben. En el caso del MSC Splendida, 35 metros cúbicos de basura. "En Palma las tasas son algo más altas que en otros puertos, pero si no descargas aceites usados consigues una rebaja", abunda. El crucero abona entre 35.000 y 37.000 euros en tasas cada vez que atraca en la isla. Este mes de mayo anclará cuatro veces en Mallorca.

Cuanto más lujoso, más enrevesados son los encargos. "En alguna ocasión hemos ido con el chef al mercado del Olivar para comprar carne y pescado", detalla el responsable de operaciones de la consignataria. No siempre pueden satisfacer los deseos del cliente. "Nos han pedido marcas de whisky que no se comercializan en la isla", asegura. Los que se ponen más exquisitos son los capitanes de yates de entre 50 y 60 personas. "El del barco propiedad de la familia real de Omán nos pidió repintar el muelle y envolver las defensas en tela blanca para no manchar el casco", dice Christophe de Jonghe. Pudo ser peor: "Querían asfaltar el muelle".

El crucero israelí que recala dos veces al año en Mallorca también tiene su miga. Su máxima es la seguridad. "Nos solicitaron que unos buzos se sumergieran dos veces al día para impedir atentados terroristas", relata.

A Christophe de Jonghe le pagan por resolver problemas. El móvil no cesa de sonar. Hoy tiene que acompañar al aeropuerto a un tripulante que ha perdido a un familiar y supervisar cuatro traslados al hospital. En los cruceros, como en los pueblos de 5.000 habitantes, siempre se producen contratiempos. El plan para hoy incluye un brazo roto por una caída, una visita al ginecólogo, otra al dentista y una más al doctor de medicina general. Cuando en vez de heridos hay fallecidos, la cosa se enreda. No es habitual, pero algunas veces pasa. "Entonces acuden el juez de guardia, agentes de la Benemérita y Sanidad exterior. Si no hay complicaciones, una agencia especializada se encarga de la repatriación", afirma.

La escalera del millón

Los pasajeros viven ajenos a estos entresijos. Suben y bajan por la escalera de la recepción del Splendida remachada con cristales de Swarovski. "Solo estos peldaños cuestan un millón de euros", comenta. En el buque de MSC abundan el dorado, el mármol y los espejos. Entre el pasaje predominan las familias italianas. Jóvenes y jubilados se cruzan por los pasillos. Y si quieren, no se cruzan. Porque todo es grande. Un teatro para 1.500 personas, un solárium, un club para niños, ocho restaurantes, un Spa, cuatro piscinas, un casino, tiendas, bares, enoteca... Y la discoteca en lo más alto. Por altura rivaliza con la Seu. Desde el puente, el barco de Trasmediterránea parece un velero.

Los que no han desembarcado, se tumban al sol, chapotean en los jacuzzi y tontean con los compañeros de viaje. Palma, a sus espaldas. No le prestan atención. Un destino más antes de poner rumbo a Barcelona, Marsella, Génova, Nápoles y Palermo. Christophe de Jonghe pasea entre ellos pendiente del teléfono, pendiente de que su placidez no se altere.