El mismo hombre que luchó contra el dictador Somoza, la misma persona que se desencantó del proyecto sandinista de su país, Nicaragua, del que llegó a ser vicepresidente, poco después se echó en brazos de la literatura porque como me dijo una mañana de sol tibio en la plaza de Pollença "prefiero ser recordado como escritor que como revolucionario".

Hace apenas dos meses ha entregado su última novela, Ya nadie llora por mí, en la que vuelve a la desazón que provoca comprobar la inutilidad de luchar contra el poder y sus tiranías. Siempre gana éste por goleada. Por eso, el amigo Sergio Ramírez se ha atrincherado en las letras, un díscolo rival que, a veces, da palmadas en el hombro.

Como se las dio un personaje, Rubén Dario, su compatriota, por el que cruzó el Atlántico para indagar en esta pequeña isla del Mediterráneo el paso del poeta que en uno de sus delirios etílicos se disfrazó de monje en una noche de extravío en Valldemossa. Sergio lo indagó, lo auscultó hasta convertirlo en protagonista de su novela Mil y una muertes, una narración que huele a olivos retorcidos, a marinas de bancales, al Nixe, al archiduque Luis Salvador, a George Sand y a Chopin, a una Mallorca que el escritor, ahora ya CervantesCervantes, también amó y que quizá hoy ya no reconocerá retenido en las colas de estas carreteras saturadas que conducen a una isla que hoy sonríe por ti. ¡Enhorabuena!