Con uniforme militar Carlos y de sencillo blanco Camilla entran en Westminster ante la atenta mirada de más de dos mil invitados. Presentado por el arzobispo de Canterbury, recibe la bienvenida como elegido del reino de Dios antes del reconocimiento del propio arzobispo, de las órdenes de caballería de Inglaterra y Escocia y de las Fuerzas Armadas. A continuación el monarca jura respetar las leyes de la Iglesia Anglicana y ser un devoto protestante, antes del momento más íntimo de la ceremonia, el que se oculta al público, por ser, según Buckingham, un instante entre el soberano y Dios: el ungimiento del pecho, la frente y las manos de Carlos III con un aceite sagrado hecho con aceitunas del Monte de los Olivos de Jerusalén. Ataviado con la túnica de oro, y tras recibir la espada, el anillo y el orbe llega el momento álgido: el arzobispo de Canterbury le coloca, con cierta dificultad para ajustarla, la corona de San Eduardo. Con todas las bendiciones recorre el camino hacia el trono. Tradicionalmente los nobles juraban fidelidad al nuevo monarca, pero en esta ocasión solo lo hacen el arzobispo y su heredero, el príncipe Guillermo. Llega el turno de Camilla, reina consorte con la corona de la reina María. Como fue el deseo de Isabel II antes de morir, ambos ya caminan juntos en esta nueva era real.