Al Qaeda y sus franquicias han secuestrado en menos de dos años a siete españoles en Africa. La frecuencia trimestral implica que la marca creada por Bin Laden supera en número de acciones contra España a cualquier otra organización terrorista, en contra de las apariencias. Por fortuna, ninguno de los capturados ha fallecido, pero la entidad islamista tiene ahora mismo a cuatro en su poder, todos ellos cooperantes. Es decir, personas de paz en un entorno de guerra, donde su presencia adquiere mayor urgencia.

En el Magreb, donde el pasado domingo fueron secuestrados un mallorquín y una madrileña, las acciones son protagonizadas por bandas o Katiba –la excelente novela de Jean-Christophe Rufin con el mismo título haría innecesario este artículo–, donde el bandolerismo precede a las convicciones religiosas. Con lo cual se llega a las pretensiones económicas. Las primeras informaciones no descartan que la acción violenta lleve la firma del autor de un secuestro precedente de cooperantes en Mauritania. En aquella ocasión, España pagó un rescate medido en millones de euros. Con la intención encomiable de ahorrar dolor, el Gobierno estaba financiando el siguiente secuestro. Creando más dolor, en la confianza de que su gestión futura no le correspondería.

La obligación de no escatimar esfuerzos para liberar a los secuestrados, no impide que el Estado instituya reglas menos onerosas para la solidaridad. El noble fin de los cooperantes puede conllevar el fin de los cooperantes, salvo que suscriban seguros estratosféricos El respeto a las personas que ejercen esta labor sobre el terreno no se extiende en ningún caso a ONGs que sólo han demostrado sus pericia para succionar fondos públicos, mientras presumen de situarse al margen de los gobiernos. Y dado que los secuestradores de Al Qaeda insisten en la recuperación de España o Al Andalus, tal vez convendría dedicarle a esa organización alguna de las excesivas páginas y reflexiones consagradas a los etarras rehabilitados.