En la mesa de al lado un padre y un hijo hablaban de la vida (los padres y los hijos, con independencia del tema que les ocupe, siempre hablan de la vida). El padre le decía al hijo que del mismo modo que Valladolid sigue existiendo cuando el tren abandona su estación, la Edad Media continúa en pie después de que la humanidad haya pasado por ella.

–Se demostrará –añadía– cuando seamos capaces de viajar a través del tiempo.

–¿Entonces los neandertales continúan existiendo? –preguntaba el hijo.

–Claro, allí siguen, donde los dejamos hace miles de años. ¿Por qué me lo preguntas?

–No, por nada –respondía el hijo.

Como el padre insistiera, el chaval acabó confesando que estaba enamorado de una chica neandertal que había visto en un documental de la tele. Me llevé el vaso a los labios para disimular mi turbación al tiempo que el padre se llevaba un churro a la boca para disimular la suya.

–Pero sería una actriz que hacía de neandertal –decía el padre.

–Sí, pero los neandertales parecían buenas personas, mejor que los sapiens –argüía el hijo.

En esto, recordé que yo había visto también aquel documental en el que los neandertales no se metían con nadie. Dentro de su opacidad especulativa, parecían personas sensatas, bondadosas, solidarias. Y tenían habilidades raras, como la de masticar el cuero para ablandarlo y que les sirviera de abrigo. Recuerdo haber pensado que los neandertales, en aquel documental, se comportaban como si no comprendieran nada, mientras que a los sapiens no había quien los aguantara de chulos. También yo me había identificado con los neandertales, que parecían inmigrantes en tierra extraña (servidor de ustedes es un inmigrante nato).

El caso es que el padre se quedó triste, como si le diera pena haber alumbrado a un hijo neandertal (la verdad es que el chico tenía las cejas muy juntas), mientras que a mí me pareció esperanzador que aún quedara gente así en el mundo. Así que pedí otro gin tonic para celebrarlo.