La libertad de expresión no se limita a la gestualidad obscena de Aznar o de John Cobra. Ampara también la escenificación de ideas odiosas para un colectivo, ya sean las caricaturas de Mahoma o el abucheo a los Reyes en la final de Copa de baloncesto. La sentencia del Tribunal Supremo, que rechazaba las injurias de Batasuna al jefe del Estado en su visita a Guernica en 1981, se remontaba a los césares romanos para reclamar los efectos salutíferos de la crítica al poder, por descarnada o caprichosa que parezca.

Para cualquiera que no sea el árbitro de la contienda, tiene mérito recibir la atención insultante de los asistentes a un encuentro deportivo. A los monárquicos enardecidos no debe preocuparles que el Rey suscite animadversión, sino que provoque indiferencia. Los menores de treinta años –edad predominante entre los autores de la pitada– ni siquiera tienen interés en pronunciarse sobre monarquía y república, que consideran igualmente trasnochadas aunque Letizia tiene su aquél. Con la mitad de este colectivo fuera del mercado laboral, no peligra tanto la corona como el entramado incapaz de enderezar esa situación. Al valorar la entrada del jefe de Estado en política para decretar que el Gobierno está desnudo, se escamotea la hipótesis de que lo haya hecho en defensa propia.

En la patria jacobina, a Sarkozy también le abuchean La Marsellesa en París. En Estados Unidos, el enemigo no es Obama sino Washington. Por ello, polarizar los pitidos regios en un arrebato nacionalista resulta sedante pero simplificador. Ante los signos que emite la actualidad –la gripe A, una pitada regia–, la hipérbole resulta tan arriesgada como el soslayo. Los insultos en el pabellón no sólo apuntan al Rey, pueden reflejar el estallido contra un trabajador banquero que se jubila con 14 mil millones de pesetas de pensión, mientras el gobernador del Banco de España acusa a los trabajadores no banqueros de falta de productividad. Como de costumbre en la historia mundial, se utiliza a los Reyes porque encarnan un síntoma muy gráfico.