No todos disponemos del coraje y el poder de convicción de Oriana Fallaci, pero la coyuntura nos obliga igualmente a una religión, una ligazón espiritual que nos distinga de los fanáticos dispuestos a asesinarnos si no coincidimos con su fe. Ella eligió el "ateísmo cristiano" -única variante atea posible en un Occidente formulado a partir de las raíces grecorromanojudaicas-. Mi apuesta es el catolaicismo, curiosamente una variedad de la que me impregnaron los mejores sacerdotes que he conocido. Por supuesto, no tiene ninguna relación con la jerarquía vaticana, que carece de tiempo para creer en Dios.

Los impactos emocionales provocan efectos tan inesperados como la metralla. El 11-S me hizo recuperar la fe en el Dios catolaico y en las diosas paganas, a veces llamadas mujeres. Los islamistas no atacan a Occidente, sino a las mujeres occidentales, al igual que el PP no se opone a las bodas homosexuales -cómo podría Rajoy denigrar a los gays-, sino que desea limitar o liquidar los logros femeninos. El catolaicismo tiene la ventaja de irritar simultáneamente a ambos colectivos.

Por supuesto, cuando se invente el islaicismo me replantearé mi fe catolaica. De momento, cada nueva manifestación tranquilizadora de una lumbrera musulmana tiene la virtud de disparar mi nerviosismo. No descarto -en eso me aparto del hilo de Oriana- que haya una interpretación pacífica y conciliadora del Islam. Simplemente, nadie me ha convencido de ella. Un libro siempre es insuficiente -sea de Mahoma o de Dan Brown-. La ventaja del catolaicismo es que la verdad revelada por la Biblia tiene que competir con Voltaire. Y además, no vale degollar al disidente volteriano para saldar el debate, según proponen inteligentemente los islamistas. Ni esconder a las mujeres. Ni sugerir una moratoria en la lapidación, como hacen los progresistas de esa religión. La catolaicidad consiste en que, si no hay Dios, actuemos de modo que esta ausencia sea una injusticia, según enseñaba Camus. Y si Lo hay, ya sabrá apreciar nuestra conducta.