La celebración del Día de los Enamorados o la festividad de San Valentín, introducida a partir de mediados del pasado siglo XX para convertirse en una invitación al consumismo, transporta a los viejos nostálgicos a recordar sus primeros escarceos amorosos, que a través de unos tradicionales procesos o protocolos llevaban a las parejas a contraer matrimonio. Por supuesto, con la celebración del santo sacramento, protagonizado por ambos contrayentes ante los altares en una solemne ceremonia rodeada de ritos y seguida de festivos eventos familiares y sociales, siempre de acuerdo con el poder adquisitivo de las familias de los protagonistas.

Sendos artículos del erudito Jordi Soler publicados en la revista local Sa Plaça en el año 1997, nos llevan a revivir aquellos románticos procesos o rituales previos al matrimonio que, a lo largo de más o menos tiempo, vivían las parejas de enamorados. Lo primero era 'demanar entrada', lo que equivaldría a la petición de mano. Y después el ritual de 'anar a festejar' (ir a cortejar) unos días determinados por semana a la casa de la novia. Se trataba de tradicionales costumbres instaladas en la práctica totalidad de los pueblos de Mallorca.

En el caso concreto de sa Pobla, previamente a estos protocolos de pedir la mano y cortejar a domicilio de la novia, los primeros escarceos amorosos, especialmente en los años de posguerra y décadas de los años 60 y 70, solían producirse en los prolongados paseos vespertinos dando vueltas alrededor de la Plaça Major todos los domingos y demás días festivos que señalaba el calendario.

De forma predeterminada, se formaban sobre el trazado circular de la plaza tres hileras de parejas por orden de edad o grado de emparejamiento. En la hilera exterior paseaban cogidos del brazo los matrimonios más o menos jóvenes. En la formación intermedia desfilaban, cogidos de la mano, las parejas que ya habían formalizado su relación de novios. Y en el círculo que se formaba alrededor del palco central de la plaza se movían informalmente, controlados por los guardias municipales, los jovenzuelos y jovenzuelas que a cada vuelta cruzaban sus miradas y algunas frases intrascendentes que, sin embargo, denotaban el interés que entre ellos empezaba a latir en sus tiernos corazones.

Al apagarse las farolas de la plaza, era hora de partir hacia casa y los jóvenes se iban en pandilla. Los más mayorcitos acompañaban a su futura novia hasta su casa, con parada ante el portal, hasta que la madre de ella la llamaba para cenar. Él se marchaba con la ilusión de volver a verla el próximo domingo, o si algún día de la semana se producía un encuentro casual o no tan casual, a la salida de alguna función religiosa, cerca de la iglesia, a la salida del colegio, o cuando ella había terminado sus horas de aprendizaje de bordadora o modistilla.

Pasado un tiempo prudencial en aquella situación de noviazgo ya casi consolidado, llegaba el momento que para el novio suponía afrontar una situación tan incómoda como comprometida, la de 'demanar entrada', que venía a ser la petición de mano al padre de la chica, para formalizar un noviazgo oficial con vistas a un futuro matrimonio.

A partir de ahí, los novios ya gozaban de ciertas libertades, como poder ir solos al cine, sin la 'carabina' de la suegra, a los bailes de los festejos populares o a tomar su 'vermut-danzant' en los locales de las sociedades recreativas de la época: La Peña Artística, el Moto Club y, en verano, el Salón Montaña.

Una vez el novio tenía licencia para entrar en casa de la novia, "tenía que cumplir con las pautas preestablecidas del cortejo, 'anar a festejar' los martes, jueves, sábados y domingos, además de los días festivos", cuenta Soler. Y añade que "puntualmente, después de haber cenado, el novio acudía a cumplir el sagrado deber del cortejo. Si se cortejaba en otra localidad que no fuera la suya, cualquier medio de locomoción servía para su desplazamiento; bicicleta, moto, o bien compartían un coche con otros jóvenes que cortejaban en el mismo pueblo."

El ritual del cortejo, prácticamente era el mismo en cada casa. Los novios sentados alrededor de la camilla, junto con la madre de la novia si era invierno, o tomando el fresco sentados en la calle, junto a los vecinos, en verano. En ambos casos, el padre de la joven ya se había ido a la taberna a jugar a las cartas y entablar tertulia con los amigos, compartiendo café y copa de aguardiente. Tanto alrededor de la camilla, como bajo la penumbra de la noche surgían aquellos leves tocamientos furtivos con la oculta mirada cómplice de la madre.

Aventuras de 'picador'

En verano, con la llegada de las primeras extranjeras a los hoteles de la cercana costa, los novios 'poblers' daban rienda suelta a las contenciones carnales a que se veían sometidos durante el invierno. Simulaban que les entraba el sueño y partían a reunirse con sus amigos para emprender sus aventuras de 'picador' a los hoteles y discotecas de Can Picafort, Port d'Alcúdia o Port de Pollença, intentando ligar y llegar hasta donde se les permitía en el terreno de la concupiscencia.

Aquellas aventuras veraniegas acarrearon más de una ruptura sentimental entre los novios de los años sesenta y setenta, unas con sus consecuentes reconciliaciones a finales de verano, mientras otras acababan definitivamente con el noviazgo.

Pero poco a poco, las mallorquinas dejaron de ser aquellas "mantas que solamente servían para el invierno", como decía la frase popular. Y empujadas por las morales más liberales de las extranjeras, se fueron poniendo a nivel europeo y comenzaron a frecuentar las discotecas en busca de su ligue particular. Para ellas empezaba a reinar San Valentín y recibían encantadas las flechas que les lanzaba Cupido.