Cada momento del año tiene sus ritos. Ahora nos encontramos en uno muy especial: comprar la agenda del año que viene. Cuando llegan estas fechas, miras con añoranza tu agenda a punto de jubilarse. Está un poco desvencijada, llena de papeles y anotaciones. Sin darte cuenta, has ido recorriendo con ella el viaje de los meses página a página. Dejando allí las citas, los compromisos, las obligaciones, los pagos ingratos, las vacaciones y puentes, las llamadas, los cumpleaños...
Nada más inútil que una agenda caducada. Sólo los agendólogos más inveterados son capaces de repasar después sus viejas agendas. Generalmente quedan en un rincón, olvidadas. Convertidas en un museo arqueológico del recuerdo. Llenas de datos a los que nunca más accederemos.
Pero si esa despedida resulta melancólica, la bienvenida a la nueva agenda está llena de esperanza. Todo empieza el momento en que la compras. Dudas. Te preguntas si ese color es favorable, o quizás mejor el otro. Es como decidir un matrimonio anual con alguien desconocido. En los casos más conservadores, optas por una igual. A veces, te decides por el rupturismo. Y apuestas por un formato distinto.
Arriesgándote a que luego sea demasiado grande o pequeña, los espacios insuficientes, la calidad del papel incómoda. Quién sabe. Hasta que no la uses no serás capaz de saberlo.Nada más excitante que hojear esa agenda todavía no estrenada. ¿Qué
sucesos habrán de ser consignados en ella? ¿Dónde se escribirán los viajes, las aventuras, las cosas agradables? ¿En qué casilla irán las cosas ingratas?
Esas hojas impolutas, que huelen todavía a imprenta, parecen la promesa de tiempos mejores llenos de experiencias por vivir. Son como esa esperanza que siempre te abre horizontes por delante. Imaginando cosas agradables en el calendario de los presentimientos.
La agenda nuevo es un mundo en blanco. Hay que disfrutarla antes de que empiece a llenarse.
