Uno guarda algunos recuerdos de infancia como cofres antiguos. Con sus correspondencias de sensaciones, sus entretelas de misterio y alguna imagen especial. Igual que las estampas religiosas de otro tiempo. Uno de ellos, especialmente vívido, se refiere a las sirenas de los barcos.

Recuerdo muy bien que, algunas tardes, resonaban por la casa las bocinas de algún buque. Y mi abuela, entretenida en pelar guisantes en un rincón, movía la cabeza chasqueando la lengua. "Huy, huy. Eso es que va a llover".

Nunca entendí (y sigo igual) la relación que podían tener las sirenas del puerto con la lluvia. Pero me parecía una asociación misteriosa y sugerente.

Desde entonces, he habitado en varias casas desde donde escucho esas voces profundas y estruendosas de los grandes navío. Son como lamentos de paquidermos marinos. Largas, moduladas, resonantes.

A veces, producen un corto eco que se pierde en la lontananza. Dándole más poesía aun, si cabe, al espectáculo sonoro.

Las he escuchado desde el Terreno, Son Alegre, Son Armadans, el centro. Evocan un mundo tan diferente... En medio de las calles, los coches, las tiendas, la gente, nos están dibujando la enorme soledad de alta mar. Los celajes inmensos. El ronroneo monótono de las máquinas en la noche. El olor a salitre. La nada. La ausencia.

Si sabes escucharlas, si las visualizas desde la casa o la calle, te amplían el horizonte vital hasta extremos mapamundescos. Te pierdes en el horizonte. Se te relaja el alma.

Supongo que los capitanes, cuando desde el puente de mando accionan la bocina, no son conscientes de ello. Creen que todo queda en el puerto. Pero no es así. Las sirenas se integran de una forma original y poética en la vida de la ciudad. De toda la ciudad.

Aunque no tengan nada que ver con la lluvia.