Le impresionó un reportaje que mostraba cómo algunos japoneses viven en los locutorios. El precio de los alquileres, la falta de espacio, les obligan a utilizar por las noches esos diminutos espacios a modo de dormitorio.

Tal como están las cosas, uno tiene que prepararse para todo. Así que estuve reflexionando sobre una alternativa más agradable, en caso de producirse el supuesto. Y he decidido que intentaré vivir en un probador.

Desde niño, me gustan los probadores. Son espacios concebidos para el pudor y la intimidad. Siempre en pasillos recoletos, fuera de la circulación masiva de la gente. Suelen tener una luz velada, matizada, y una cortinita que les da el aspecto de un pequeño teatro.

Cada vez que me encierro en un probador, procuro estar un tiempo de más. Miro el techo, suspiro hondo, acabo de correr las cortinas...

Desde el probador escuchas conversaciones íntimas. Los comentarios sobre lo bien o lo mal que sientan tales o cuales prendas. La gente suele estar de buen humor, ilusionada porque van a comprarse algo. De manera que la música psíquica por esos lugares suele ser optimista, positiva. Nada que ver con la melancolía saturnina de los locutorios.

En el probador uno se siente un poco barroco, algo señor. Para empezar, tiene una o varias perchas. Lo cual ayuda sin lugar a dudas a la hora de vestirse y desvestirse. Y, sobre todo, cuentas siempre con un gran espejo. Un magnífico espejo que te devuelve la imagen de cuerpo entero. Eso es todo un lujo. Impensable por supuesto en un locutorio.

Me imagino contemplándome, una vez con el pijama y antes de lavarme los dientes en los lavabos públicos de los almacenes. Incluso en circunstancias tan menesterosas y miserables uno conservaría un cierto señorío.

El probador, pequeño cubículo para pasar unos minutos, podría ser un acogedor hogar. Y, de paso, si nos queremos probar algunas camisas durante la noche lo tendríamos a huevo.