Opinión

La mutilación genital femenina

Confieso que soy el primer sorprendido por escribir sobre este asunto pero me ha escandalizado que en Gambia, casi frente a Canarias, el Parlamento haya decidido estudiar la legalización de la ablación que había sido prohibida en 2015 por una ley cuya observancia se topó con la oposición de líderes religiosos y de un asombroso 75% % de la opinión pública, incluidas mujeres. Cuesta creerlo pero es así.

La ablación se conoce técnicamente como mutilación genital femenina (MGF) y consiste en quitar por razones no médicas total o parcialmente el clítoris y los labios menores de la vulva, aunque en casos extremos se pueden llegar también a coser los labios mayores, cubriendo uretra y vejiga y dejando solo un pequeño orificio para orinar y menstruar. Se practica con instrumentos primitivos y sucios y sus consecuencias frecuentes son dolores, infecciones, imposibilidad de tener relaciones sexuales o de disfrutarlas, complicaciones al dar a luz e, incluso, la muerte.

Esta barbaridad forma parte de la tradición de 29 países desde el sureste asiático (Indonesia) hasta Oriente Medio y, sobre todo, el Sahel desde Yibuti a Mauritania, y afecta a millones de niñas y mujeres. El origen de esa práctica se sitúa en creencias religiosas que idealizaban la virginidad en el Egipto de los faraones pues han aparecido momias del siglo V a.C. que había sufrido esta operación, y en el Museo Británico hay un papiro griego fechado en el año 163 a.C. que dice que al este del Mar Rojo «se cortaba a las mujeres al estilo egipcio». Todavía hoy en Egipto, donde la ablación mantiene un abrumador apoyo del 87% (como Putin en Rusia) se la conoce como «la circuncisión faraónica». Se sabe asimismo que en la antigua Roma se sometía a algunas esclavas a esta operación para impedirles el coito y el embarazo y eso les hacía alcanzar precios más altos en el mercado. En siglos posteriores la práctica se extendió hacia los países del Sahel siguiendo las rutas de mercaderes árabes en busca de esclavos y así llegó a las costas occidentales de África y en concreto a Gambia, país que ha motivado estas líneas.

La ONU lleva años luchando contra la MGF por considerar que viola los derechos humanos y en 1995 se reunió en Beijing una Conferencia internacional para procurar su progresiva eliminación. También la UNICEF (agencia onusiana para la infancia) trabaja en el mismo sentido. Y sin embargo la práctica no solo continúa sino que crece porque la población lo hace más deprisa que los esfuerzos por acabar con ella y hoy, para vergüenza de todos, hay nada menos que 230 millones de niñas y mujeres en el mundo que han sufrido la ablación, un 15% más que en 2016. Para que se hagan una idea, esa cifra es igual a la totalidad de niñas y mujeres que hay en toda la Unión Europea. ¡Una barbaridad!

Las razones de su pervivencia hay que buscarlas en convenciones sociales y culturales que la consideran una adecuada preparación para el matrimonio, pues garantiza un comportamiento sexualmente «adecuado» por parte de la mujer; en ideales muy difundidos de decencia y femineidad; en rituales culturales sacralizados por el peso de la tradición; en el apoyo de líderes religiosos; y en el respaldo a estructuras patriarcales de poder que niegan a la mujer poder de decisión sobre su propio cuerpo... Todo lo cual ha sido asumido por muchas mujeres que en su ignorancia apoyan la práctica en mayor porcentaje que los hombres. El hecho de que la prohibición, allí donde existe, se presente intencionadamente como una imposición neocolonialista de Occidente tampoco ayuda a erradicarla. Quizás la razón más poderosa para su mantenimiento sea la convicción popular de que el ostracismo social es peor que las sanciones legales, allí donde existen, pues los padres temen que a sus hijas se les haga el vacío y no se casen si no siguen la tradición.

Hoy la MGF goza de un respaldo social del 97% en Guinea, 93% en Yibutí, 90% en Sierra Leona, 89% en Malí, 75% en Gambia, 69% en Mauritania... Son cifras aterradoras que muestran que queda todavía mucho trabajo por delante. Nos creemos que vivimos en el siglo XXI hasta que vemos las brutalidades que ocurren en Ucrania, en Gaza y con muchos millones de mujeres en el mundo. ¿Estamos realmente progresando? Hay razones de sobra para estar escandalizado. Y entristecido.