TRIBUNA

La hora del té

J. Teresa de Ruz Massanet

J. Teresa de Ruz Massanet

No sé si últimamente estoy teniendo algún tipo de conexión con el más allá, concretamente con el señor Alexander Graham Bell, ya que llevo dos semanas hablando de su invento, ese que se halla en cada una de nuestras casas: el teléfono fijo. Quizás me quiera transmitir algo como si fuera una médium. No sé.

Si bien la semana pasada expuse un singular homenaje a la ya extinta cabina de teléfono, hoy le vuelve a tocar a la misma cosa, al mismo objeto, pero desde el otro extremo de la observación, quizás menos romántica. Hablaré del teléfono «domesticado», o eso pensaba yo, hasta que no hice un par de reflexiones que me llevaron a alguna conclusión.

El teléfono fijo particular está en horas bajas. Ya no sólo por haber sido aplastantemente substituido por los móviles, sino porque el invento de Graham Bell se ha convertido en un ente rebelde de la molestia, del desasosiego, incluso sin apenas usarlo. Su sola presencia pasiva sobre un estante o mesita es realmente inquietante y diría que hasta amenazante. Ahí quietito, como un portal de entrada al más allá.

Es ese más allá que se manifiesta a las 5 de la tarde, media hora arriba o abajo, la hora del tea time. Una voz de alguien emerge, suena a ser vivo y no a psicofonía. Es de algún país de este mundo, posiblemente con salarios mucho más bajos que el nuestro para que se puedan externalizar cómodamente los call center o departamentos comerciales de empresas de telefonía y electricidad.

Ilustración: La hora del té

Ilustración: La hora del té / Freepik

Me llaman por mi nombre y apellidos, pero con el orden alterado. A veces me han cambiado el género o bien me llaman «doña» dentro de una frase imposible que se construye en un orden anómalo, diferente a aquel de: sujeto, verbo y predicado. En otras ocasiones hay un silencio abismal al otro lado, en otros momentos insisten con sus argumentos. Soy educada, mi tono de voz es correcto y de una falsedad que asusta, la mente se me dispara mientras fantaseo con decirles a voces que me dejen en paz ya.

Mi momento de decir la verdad se ve castrado porque al final aguanto, pensando en que les deben pagar mal y no se merecen esos cortes. Pero siempre hay alguno que trata de intimidar recordando algún dato mío; en ese momento pienso que me van a hacer alguna domiciliación o cargo indebido. También mienten cuando contestan afirmativamente en el momento en el que les pregunto abiertamente y varias veces, si son de tal compañía, cuyo suministro o servicios tengo contratados. Soy magnánima y casi santa, porque les doy algunas oportunidades antes de ejecutar sentencia, y es que me quiero ganar el cielo. Pero siguen afirmando e insistiendo utilizando torpemente palabras que pueden englobar a cualquier empresa de ese servicio en cuestión. Se delatan de nuevo cuando solicitan que vayas a por tu última factura para hacer una comprobación: ¿no la tienen ellos delante?

El teléfono pues, cuando suena en casa da miedo, ya que sólo lo hace para estas cuestiones. Siempre lo cojo pensando en el «¿y si....es mi madre?», sí, el dichoso « y si...». La solución es desconectarlo o silenciarlo, si no se quiere arrancarlo de un cuajo de la pared, sobre todo si es a la hora del tea time, a las 5 de la tarde. ¡Ay, si el escocés Graham Bell viera este panorama!