El turista siempre tiene la razón

El turismo convierte las ciudades en productos y servicios para el consumidor extranjero, de modo que todos sus habitantes pasan a ser empleados rasos de la multinacional

Turistas.

Turistas. / Guillem Bosch

Juan Soto Ivars

Juan Soto Ivars

En Sevilla pretenden convertir la plaza de España, hermosísimo adorno permanente que dejó la Expo de 1929, en una plaza de pago. ¡Peor están las instalaciones de la otra Expo, la del 92, que ya solo sirven para macrofestivales y para que Álex de la Iglesia ruede cosas de terror! Bien mirado, cerrar partes enteras de la ciudad y cobrar entrada al paseante es una idea magnífica. Iba a decir que no sé cómo no se les ha ocurrido antes a nuestros munícipes por antonomasia, pero la verdad es que tampoco es una idea nueva: la cosa viene de lejos.

El turismo cierra las ciudades por fases como el cáncer va matándote a base de replicación discreta de las células malignas. De entrada, revienta las ferreterías y las sustituye por yogurterías y kioscos de baraturas. Para seguir, azota la hostelería y la estandariza. Sigue con la multiplicación de los Zaras y los Mangos, encarece los precios del alquiler, malbarata la convivencia entre vecinos con narcopisos de sangría y convierte algunas calles en horteradas intragables. En este sentido, la privatización fáctica de una plaza, la expulsión táctica de los residentes, no debiera ser un hito polémico porque es nadar a favor de la corriente.

El turismo convierte las ciudades en productos y servicios para el consumidor extranjero, de modo que todos sus habitantes pasan a ser empleados rasos de la multinacional, sometidos por consiguiente al chantaje dogmático de que el cliente siempre tiene la razón. De esta forma, si un vecino se queja de malvivir intentando llegar al trabajo entre gozantes holgazanes vacacionales, las autoridades y empresarios le afearán su actitud recordándole que son esas masas las que nos dan de comer.

Exilio extramuros

¿Por qué contentarse entonces con cerrar una plaza? Si el dueño de la polis es el visitante, las autoridades deberían tomar decisiones tajantes, ordenar el caos y terminar con esta intranquila tierra de nadie levantando una muralla flanqueada por casetas de venta de entradas y suvenires, de forma que los residentes puedan exiliarse extramuros y amamantar su aburrimiento en poblados chabolistas sin atractivo turístico. Yo vivo en Barcelona, donde ya existen algunas zonas de pago. Las hay con techo y a cielo abierto. Por ejemplo, yo nunca he visto la Sagrada Familia y, respecto al Park Güell, aunque los barceloneses se supone que entramos gratis, tampoco lo he visitado nunca porque me es ingrato hacer cola para meterme en un parque. Con el crío me escondo en los que me pillan cerca de casa, donde disfrutamos de esos columpios de plástico imposibles de volcar y de los toboganes de fabricación en serie por los que los niños bajan de culo o de cabeza de forma totalmente gratuita.

Refugiado en un barrio lo bastante gris como para servir de farallón a las oleadas de clientes extranjeros que inundan Barcelona, tampoco suelo pisar las Ramblas más que cuando tengo que ir al estudio de radio de Julia Otero. En esos trayectos apresurados por las Ramblas me he fijado en que también hay que pagar, no para caminar por ellas, sino para sentarse. Entre la plaza Catalunya y la estatua de Colón se pueden contar con los dedos de la mano de uno de esos mendigos sin dedos que piden por allí los bancos libres donde apoyar las nalgas. Más fácil es encontrar meaderos, en particular de noche, porque una de cada tres farolas cumple esa función. Así las cosas, he pasado en los últimos años de simpatizar con las ideas de Ada Colau, que tenía el sueño imposible de recuperar Barcelona para sus habitantes, a anexionarse a esta otra idea sevillana de cerrar zonas enteras al turista y cobrar entrada, porque llega un momento de la vida llamado madurez en el que uno se desprende del idealismo utópico y se duerme en los brazos pragmáticos de la realidad.

Bajar los brazos y dejar de plantarle cara al huracán es, en este tema que nos ocupa (o más bien nos okupa), aceptar la idea de terminar confinado en apartamentos excavados en las paredes de los túneles de Vallvidrera con tal de no tener que pedir perdón por habitar. No, ¡ya no soporto esas pintadas de Tourist go home! Al fin he aceptado que son los turistas quienes están en casa y nosotros los que estorbamos. Así que hagamos las maletas y larguémonos de aquí.

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