Nos estamos equivocando de enemigo

Estamos lejos de haber recuperado la normalidad con que el sistema democrático español alcanzó los treinta años de vida gracias a un eficiente bipartidismo imperfecto que cambio la faz de este país y redujo considerablemente los déficit que arrastrábamos desde la etapa autoritaria

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo / EFE

Antonio Papell

Antonio Papell

Yo no sé todavía en qué momento se jodió el Perú, según la eterna pregunta del gran novelista y pésimo analista político Mario Vargas Llosa, pero sí sé que la democracia española entró en barrena cuando los dos grandes partidos españoles fueron incapaces de prevenir y de resolver con eficacia la gran crisis de 2008, que vino de ultramar pero que nos pilló desprevenidos y sin una estrategia de respuesta. Aquella frustración de todas nuestras expectativas, cuando parecía que nos habíamos subido a un ciclo perpetuo de crecimiento y bienestar, desacreditó la política convencional y dio paso a los populismos que no solo dificultaron la tardía resurrección sino que descabalaron completamente el sistema de organización política que nos habíamos dado en 1978 y que todavía no ha levantado nuevamente cabeza.

Cuando ya se han cumplido 15 años de aquel crash, es ya posible detectar los efectos de aquella perturbación y confirmar que hoy estamos lejos de haber recuperado la normalidad con que el sistema democrático español alcanzó los treinta años de vida gracias a un eficiente bipartidismo imperfecto que cambio la faz de este país y redujo considerablemente los déficit que arrastrábamos desde la etapa autoritaria.

Dos son las grandes rémoras que arrastramos desde el gran cataclismo ulterior a la quiebra de Lehman Brothers, cuyos ecos generaron en España un gran movimiento popular que podría resumirse en aquel lema intenso de «no nos representan». Por una parte, la izquierda se fracturó gravemente, primero en dos grupos que fueron capaces de concertarse tardíamente pero que no pudieron evitar que los recién llegados saltaran por los aires poco después en una explosión incontrolable. Por otra parte, la derecha, que había sido juiciosamente embridada en los setenta mediante un pacto entre neofranquistas y liberales, experimentaba tardíamente la escisión de la extrema derecha, animada por el trumpismo y sus ecos europeos, así como por la propia inestabilidad de nuestro escenario político.

Lo cierto es que, aunque el Partido Popular y el PSOE siguen siendo los principales partidos del país (y con tendencia al alza, por cierto) después de la desaparición del bipartidismo imperfecto, el proceso político está realmente en manos de las minorías. La existencia de Vox provoca un rechazo en la clientela conservadora de la derecha democrática que le bloquea el paso a la mayoría y al poder. Y en cuanto a la izquierda, Enric Juliana reflexionaba días atrás en Twitter mostrando que «una coalición PSOE-Sumar habría obtenido tres escaños más en Galicia poniendo al PP en 38 o menos». De un modo u otro, PP y PSOE están pagando caro, cada uno a su modo, la ruptura de sus espacios políticos respectivos.

Esta situación ha generado una confrontación explosiva y excesiva que a veces parece amenazar peligrosamente la convivencia y que impide mantener siquiera los consensos más básicos de respeto al ordenamiento constitucional, sin los cuales el régimen democrático deja de ser funcional. Además, el espectáculo de la detestación que se prodigan PP y PSOE termina enrareciendo la normalidad de las circulaciones sociales y se traduce en fuertes enemistades que son impropias de una democracia madura.

Así las cosas, nos llegan noticias perturbadoras. Por una parte, Putin no está perdiendo la guerra de Ucrania, lo que pone en riesgo el statu quo global basado en un modelo civilizado de convivencia. Por otra parte, Trump está arrasando en USA y muchos observadores auguran su regreso al poder en noviembre. Y entre tanto, se celebra la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC), la gran reunión anual de los Republicanos, esta vez con el lema «Where Globalism Goes to Die» —»Donde el globalismo va a morir»—, a la que acuden Nayib Bukele, Javier Milei, Nigel Farage y Santiago Abascal… Todos ellos agasajados por un pletórico Trump, cuyo mensaje central, cargado de hosco racismo, ha versado sobre la frontera sur de su país, «por donde entran criminales y violadores», de modo que él mismo, cuando gane, se apresurará a «terminar el muro» y a llevar a cabo «la mayor deportación de la historia».

Parece que PP y PSOE se han equivocado de enemigo. Porque el verdadero horror sería que aquí también cuajase esta locura autoritaria.

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