Nadie pagará los excesos contra la amnistía

Las rocambolescas conspiraciones sobre el 11M amnistiaron a los analistas hiperbólicos, bastará que pasen a otra cosa en cuanto pierda fuelle la agigantada figura de Puigdemont

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. / EP

Matías Vallés

Matías Vallés

Es lógico que a los infinitos críticos de Pedro Sánchez les moleste su pose mayestática, siempre a punto de pronunciar la frase de Julio César al barquero temeroso en medio de la tempestad:

-¡No temas! Llevas a César.

Sin embargo, cuesta culpar íntegramente al presidente del Gobierno de la polarización causada por la pilarización de su personaje. Si se concretara de modo inesperado que el líder socialista «ha sido el mejor en su puesto», la conclusión sería tildada de errónea sin más, y de fácil de desbaratar. La cuestión es mucho más delicada cuando se aborda sin reservas que «ha sido el peor en su puesto», o que presenta un perfil de chulesco psicópata tiránico y terrorista, entre los pocos insultos publicables que recibe su apuesta figura.

Los insultos a Sánchez cuentan con la ventaja inicial de la presunción de sinceridad, más importante que la veracidad o incluso que la verosimilitud. Nadie repararía en nimiedades, cuando se trata simplemente de levantar otro peldaño en la escalera de lo insoportable, coronada por el dictador. En boca de sus abominadores sin número, los crímenes (palabra real) cometidos por el presidente del Gobierno alcanzan tal dimensión que no se puede perder el tiempo en exactitudes. Ceñirse a la verdad mediante una crítica proporcionada se interpretaría como un signo de cobardía. Por primera vez en su provechosa carrera de deslenguado, Alfonso Guerra parece un aprendiz entre los exprimidores del vocabulario condenatorio.

Y si alguien tocado por el espíritu de la Ilustración insinuara acaso que los desbocados mienten, sería acusado de insensible ante los dolores de la jauría hiperbólica que parece extraída de La Vida de Brian. El beaterío de aporreadores verbales del títere de Sánchez se comporta como si esta situación insostenible les causara un profundo daño en su deambular cotidiano, cuando no se ha documentado que su ira justiciera les haya impelido a suprimir ni una de sus bien ganadas comidas diarias. Es imposible leer uno de estos textos desmesurados y no concluir que su autor se halla profundamente convencido, lo cual constituye un indudable mérito literario.

Frente a tanta dramatización esperpéntica en un país transido de vulgaridad, merecen mayor respeto quienes se aplican sin tapujos a la estrategia de erosión de la izquierda, con independencia del partido y de la persona que la lidere, sin pamplinas didácticas ni escenas dolientes. Frente a estos profesionales clásicos, los rasgadores de vestiduras se comportan como si estuvieran cegados por una buena causa. Es posible que Sánchez no alcance nunca la vileza que le atribuyen, pero también aquí demuestra el presidente su insensibilidad ante el dolor ajeno.

Sánchez no ha sido el mejor ni el peor. No lo será nunca, no lo es nadie. La experiencia humana es lo suficientemente vaga, ineficaz y breve para ahorrarse maximalismos bíblicos. Un reconocimiento indirecto de la desmesura de los descosidos se percibe en la búsqueda de personajes secundarios, que apuntalen la condenación poco sólida de un protagonista limitado. De ahí la concentración de la artillería en Puigdemont y sus avatares, que cuentan además con la condición siempre sospechosa de catalanes.

La derecha profunda se desentiende en España de la devastación que las drogas causan en la juventud, o de los abortos que eleva a asesinatos. Todos los problemas palidecen frente a la ley de amnistía, en circunstancias menos patéticas habría que añadir que no se trata de un chiste. De nuevo, la presunción de sinceridad avala cualquier desproporción. Ahora bien, incluso un lector devoto de estos análisis concluirá que en algún momento se acabará el filón, y que perderá fuelle la figura artificialmente agigantada de Puigdemont. Entonces, el choque con la realidad pasará factura. Hasta un New York Times entregado a la invasión de Irak despidió a su estrella Judith Miller, por sus sensacionales exclusivas sobre las armas de destrucción masiva que no poseía Sadam.

Nadie pagará en España los excesos contra la amnistía, que no precisaba de tanto aspaviento cuando el propio Sánchez reconocía que hacía de la necesidad, virtud. Las rocambolescas conspiraciones sobre la autoría islámica del 11M no solo suponen el mayor agravio jamás cursado contra las víctimas de ETA, sino que además amnistiaron para la eternidad a los inventores de hechos reales. Quienes hoy consideran prácticamente delictivo cualquier minuto que no se consagre a acometer a Puigdemont, Junts y Sánchez, no necesitarán arrepentirse de la ausencia de freno a su obsesión. Simplemente, pasarán a otra cosa, con la misma fogosidad y presunción de sinceridad.

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