Deriva de Cristóbal Serra

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Hace varias semanas, el Cercle d’Economia, de la mano del joven Quico Maura, nos reunió a tres antiguos y viejos amigos de Cristóbal Serra: Rosa Planas, Carlos Garrido y quien esto firma. Lo hizo alrededor del documental de Marga Melià sobre el escritor mallorquín. También estaban convocados Basilio Baltasar, Nadal Suau y Perfecto Cuadrado, que enviaron sendos escritos para ser leídos al ser imposible su presencia.

El documental de Marga Melià, además de la sucesión de testimonios sobre nuestro escritor, encierra una versión cinematográfica de Péndulo, el libro de Serra que entusiasmó a Octavio Paz y a partir de ahí, un par de frases del mexicano persiguieron al mallorquín durante toda su vida. Al principio como alabanza y reconocimiento; años después como si tuvieran un aire de frivolidad publicitaria y a Serra la frivolidad de los demás no le gustaba. Serra era un antimoderno y para él, Paz representaba un epítome de la modernidad que nació de la Ilustración y sus consecuencias, que negaban —decía— el misterio y el irracionalismo.

Pero para los jóvenes que llamábamos a su puerta, el hecho de que Paz hubiera conocido y ensalzado a Serra era una garantía de sabiduría intelectual. Y Serra la tenía y grande, con o sin Paz de por medio. Acabó —cada vez que se terciaba— deslizando frases equívocas o venenosas —de un veneno que no habría causado muerte sino sólo dolor de tripas— contra el nobel. Aún recordamos a veces con Eduardo Jordá —que también nos faltó a los participantes del encuentro—, cómo cuando el terremoto de 1985 en México, Cristóbal aseguraba que la parte más antigua, colonial incluida, de la ciudad, había permanecido intacta, pero la posterior a la Ilustración había quedado muy dañada. Y remarcaba con gesto ensimismado que ahí era donde estaba la casa de Octavio Paz. «¿Dónde iba a vivir si no?», añadía. (Y una idea: si entre todos, ahora que somos bastante más mayores que Serra cuando lo conocimos, fuéramos capaces de reunir un anecdotario, el libro, además de oscilar entre el humor y la sabiduría —un concepto que hay que repetir cuando se trata de Cristóbal— sería un libro iluminador).

Hay una frase de Colette —autora que le gustaba mucho a Llorenç Villalonga, por cierto— que conviene recordar por lo que supone de lección de vida y más aún en una cultura que propende a la autocompasión como tantas veces la nuestra (de ese rasgo nunca participó Serra y tampoco lo hemos hecho la mayoría de los que le acompañamos durante un largo tramo de su vida). Dice así: «¡Qué vida tan maravillosa he tenido; ojalá me hubiera dado cuenta antes!». Esta frase —así lo dije aquella tarde en el Rívoli— resume con ironía y agradecimiento lo que fueron algunos aspectos de nuestra época de formación, gracias al trato con Cristóbal Serra. Ya nos dimos cuenta entonces de lo que era él para nosotros, pero el tiempo ha agrandado su figura como en un retablo donde Tòfol sería la figura central —central pero nunca de mayor tamaño que las otras, eso le molestaría— y a su alrededor vemos los Evangelios, el libro del Tao, las visiones de William Blake y de la monja Catalina de Dülmen, al profeta Jonás en la ballena, a Péndulo deambulando por las calles de su alma, el Port d’Andratx, el libro del Apocalipsis, a Chuang-Tzú y a Jonathan Swift, a una tropa de cotiledones y a otra de pequeños asnos quitándose las moscas de encima con un movimiento de orejas. Y en sfumato pero poblándolo todo, el sentido del humor de Serra y su capacidad para ver lo pequeño en lo grande y lo grande en lo pequeño. Y algo que sólo poseen los seres aéreos —y he conocido a tres en mi vida—: su desapego de lo terrestre, de lo material. (Sólo recordar que fue Serra quien nos decía que el mal anidaba en lo matérico y que nada había más matérico que el dinero). Todo esto puede sonar a chino, pero la última sentencia la pone el tiempo.

Lo cierto es que aquella tarde en el Rívoli, Cristóbal hizo acto de presencia. Quiero decir que estuvo y no sólo por las evocaciones que hicimos de él. No era su testimonio lo que estaba vivo, sino que era él. Como si irradiara desde ahí donde esté. Y esa presencia era alegre, inteligente e incluso risueña. Y lo que vivimos fue bueno y lo fue para todos nosotros, los que hablamos y los que nos escucharon. Y sospecho que fue bueno también para él, «vamos, me parece a mí» (como diría Serra sonriendo), y como la sensación todavía nos dura a los que allí estuvimos, creo que también es bueno contarla.

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