Se acabó

Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

Vaya por delante que yo no me drogo y no estoy alcoholizada, aunque sí soy lesbiana. Lo aclaro porque en base a esas tres características un insigne crítico literario «conocido incluso en el extranjero» le dijo a Montserrat Roig que ella nunca sería una buena escritora, dado que no encajaba en ninguno de los moldes en los que se encerraba, hasta atomizarla, a la mujer que osaba ejercer un oficio, el de la escritura, entonces -la España de las décadas de los setenta, de los ochenta y de los noventa- todavía más masculinizado que ahora.

La Roig, a la que confieso, con rubor y culpabilidad, haber empezado a leer hace bien poco gracias a la recuperación de Dime que me quieres aunque sea mentira (Plankton Press), excepcional antología de textos de no ficción sobre el sentir de una autora, también tuvo que aguantar que el mismísimo Josep Pla, al que entrevistó en su casa de L’Empordà a principios de 1972, le espetara: «¿Para qué quiere escribir teniendo unas piernas tan bonitas?». Pues porque me da la gana, porque lo necesito, porque si no me ahogo, porque de lo contrario no sé cómo vivir, le habría contestado yo por lo bajini y, acto seguido, me habría arrepentido, sabedora de que aquello tendría consecuencias nefastas para mi carrera literaria.

Ella, que tenía 25 años y había llegado a Mas Llofriu vestida con una minifalda y calzando tacones, no le respondió, claro. O si lo hizo, pero de otro modo mucho más sutil y efectivo: siguió escribiendo para acallar las únicas voces que importan, que son las de una misma. No lo tuvo fácil, como ninguna de las autoras que, en una sociedad aún muy precaria en materia de igualdad, empezaron a trazar las líneas del camino que, varias décadas después, recorremos muchas con la suerte del sacrificio ya hecho por otras.

El suelo firme que hoy pisamos las escritoras en nuestro país, en nuestra lengua, me atrevería a decir, se lo debemos a ellas. Y por eso me frustra, hasta el enfado, la ausencia de nombres como el de Roig de mi propia biblioteca, en la que sí están presentes, en cambio, los libros de aquel autor de renombre patrio que un día me bendijo con el privilegio de su lectura. «No, si yo te leo», me dijo, con esa condescendencia propia de todo hombre que presume de no ser machista. Estoy casi segura de que le di las gracias, incapaz de articular la respuesta que se merecía, que es lo que, en realidad, estoy haciendo ahora.

Dice Roig que el oficio de escribir «nace de una necesidad, primero difusa y más tarde insistente. Como una enfermedad». Y su diagnóstico, digo yo, no está condicionado por el sexo de quien la padece. Somos escritores, las unas y los otros. El «juega como una chica» del fútbol, ni siquiera hoy desterrado del vocabulario cotidiano, el de los patios de los colegios, pese a la proeza de las campeonas del mundo, tiene su equivalente en la escritura, donde, por cierto, siguen siendo aplastante mayoría los críticos que juzgan las obras de las unas y de los otros.

Ellos llevan casi tantos años -décadas, la Historia entera- hablando por nosotras como escribiendo por nosotras. Y lo siguen haciendo. Cada vez que sucede algo que nos afecta e incumbe sólo a las mujeres, que nos marca y nos condiciona, que nos duele, y ese hecho trasciende a la esfera pública -véase el caso Rubiales-, el espacio informativo es copado por voces y firmas masculinas.

Pero se acabó. Ya lo rezan hasta pancartas ¡en estadios de fútbol! La sociedad española que autoras como Roig, como Maruja Torres, como Rosa Montero, como Elvira Lindo, ayudaron a construir ha dicho basta. Ahora nos toca a nosotras expresar, bien alto, lo que pensamos, responder lo que sentimos, decir a quién o qué leemos. Sin miedo a ser juzgadas, en la vida y en la literatura.

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