Limón & vinagre

Carlos Alcaraz: Ese toro enamorado de la hierba

Carlos Alcaraz, en un momento de la final de Wimbledon contra Novak Djokovic el pasado 16 de julio.

Carlos Alcaraz, en un momento de la final de Wimbledon contra Novak Djokovic el pasado 16 de julio. / NEIL HALL / EFE

Albert Soler

Albert Soler

Hace semanas que las redes sociales van repletas de españoles orgullosos de Carlos Alcaraz. Españoles que no han cogido una raqueta en su vida, qué digo coger una raqueta, que ni siquiera se han acercado a una pista de tenis, y de hacerlo, no sabrían lo que significan tantas rayas pintadas en el suelo. O sea, de gente que nada ha tenido que ver con la carrera del tenista murciano pero que a la vista de su desbordante alegría se diría que eran ellos quienes a inicio del verano estaban dando raquetazos en la pista central de Wimbledon. El nacionalismo debe de ser eso, estar orgulloso de un logro en el que no has tenido nada que ver. Yo, más modesto, me alegro por Alcaraz, pero me habría alegrado igual por Djokovic si hubiera sido él el vencedor de Wimbledon, va a ser que tengo poco de nacionalista. Debo de ser desarraigado, que si para un vegetal sería un problema, para un humano es lo más cómodo, porque permite alegrarse siempre, gane quien gane. Por lo menos en esta ocasión no escuché debajo de mi balcón los inefables berridos de «yo soy español, español» que suelen prodigarse tras cualquier victoria española por parte de quienes jamás han ganado nada, igual es que la Junta Electoral los prohibió por coincidir el torneo de Wimbledon con la campaña (en el corazón del lacismo, donde vivo, el simple hecho de reconocerse español es tomar partido, y además, del malo).

Carlos Alcaraz tiene veinte años, o sea que más que admiración, lo que me despierta con sus éxitos es envidia. De la mala, por supuesto, que lo que llaman «envidia sana» ni es envidia ni es nada, es un quiero y no puedo, la envidia auténtica, la que vale la pena, es rabiar porque otros consiguen lo que uno no va a lograr jamás. Deberían sentirla también todos esos que nunca han ganado un torneo del Grand Slam, ni a la edad de Alcaraz ni a la de Djokovic. Ni a la de Rod Laver ni a ninguna otra. La envidia, contrariamente a lo que se piensa, es un sentimiento muy noble, ya que ensalza al prójimo por encima de uno mismo, no cabe mayor generosidad. Háganme caso: piensen qué estaban haciendo ustedes a los veinte años, piensen en todas las portadas de los periódicos -más esta contraportada- dedicadas al triunfo de un postadolescente, comparen, y si encuentran una forma mejor de envidiar, cómprenla. Hablando de comprar, ni siquiera hace falta que comparen también su cuenta corriente con la del veinteañero Alcaraz, que una cosa es envidiar y la otra es entrar en profunda depresión.

A la misma hora en que el tenista español corría por el pasto inglés intentando devolver la bola por encima de la red, yo estaba en un chiringuito de la Costa Brava, mostrando mi depurada técnica con el revés a una sola mano a la hora de tomar cañas. Algún aplauso recibí del respetable, mal está que yo lo diga. La única muerte súbita a la que estuve expuesto fue debida al calor tropical que nos está martirizando este verano. Y yo sin gorra. Para prevenir, me tomé unas cuantas cañas más, esta vez de volea. Entraron todas, ni una sola botó fuera. Con tanta caña, y para redondear aquella tarde tenística de chiringuito, no me quedó otro remedio que terminar yendo al servicio.

Alcaraz tiene los labios muy gruesos y los ojos muy pequeños. Suele ocurrir que vaya una cosa por la otra. Se diría que el rostro humano está diseñado para guardar ciertas proporciones, y en los casos en que uno de sus accesorios -nariz, barbilla- excede de las medidas estándar, lo compensa reduciendo por otro lado. Nuestro deportista ha tenido suerte y la sobredimensión le ha ido a parar los labios, para jugar al tenis serían mucho más molestas unas orejas elefantiásicas.

Pocos lo recuerdan, pero en el tenis de antaño, las bolas eran blancas, claro indicio de que entonces todo era más sencillo. Uno cogía un par de raquetas de madera, subía al tren y se plantaba en Roland Garros. Hoy Alcaraz viaja con su familia, fisioterapeutas, médico, entrenador, preparador físico e incluso profesora de inglés, supongo que para evitar errores fatales con la puntuación, a determinado nivel no queda nada bien que el juez cante forty-thirty y uno crea que le están preguntando la hora. Lo de tener que viajar por el mundo con institutriz habrá contribuido sin duda a que gran número de chavales abandone un deporte que requiere de tales sacrificios.

Tras la final, Djokovic no ocultó su admiración por Carlitos -ya va teniendo edad de llamarse Carlos, por cierto-, a quien comparó con un toro, a pesar de que a dicho animal no se le conoce mucha pericia con la raqueta. El toro, o sea Carlitos, respondió que está enamorado de la hierba, que no de la luna. Abanicos de colores parecen sus patas cuando sube a la red.

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