¿Quién teme a Virginia Woolf?

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Como soy fan de Orlando desde mis veinte años, que es cuando leí la novela, me gustaría saber cuántos políticos de los que se han llenado la boca con Virginia Woolf y su Orlando en mítines, debates y entrevistas conocían el libro. Empezando por los australopitecos que prohibieron una obra de teatro basada en ella en no sé qué pueblo, pedanía o ciudad, y después matizando, que es importante en la vida y aquí da la impresión de que lo hemos olvidado. O sea que maticemos y no nos dejemos llevar por el fragor de los últimos días: nadie ha censurado, como se ha repetido hasta la saciedad, Orlando, de Virginia Woolf. No se ha prohibido la novela —en España se encontraba durante el último franquismo— y no se ha censurado a Virginia Woolf. ¿Qué ha ocurrido, pues? Que unos cenutrios al frente de cultura de ese pueblo, pedanía o ciudad, han cancelado una adaptación teatral de Orlando —repito: una adaptación teatral—, demostrando de paso que les gustaría que la censura en España volviese a estar vigente. No sabemos si la adaptación cancelada era buena o mala, fiel al original o salida de madre —como ocurre a menudo en las adaptaciones—, pero el Orlando de Virginia Woolf se ha convertido durante la campaña electoral en el Orlando furioso de Ariosto y por tanto en un casus belli que se ha agitado como bandera apocalíptica. Ya llegan, ya llegan… los cuatro jinetes… Pero ésta no es la cuestión.

La cuestión es el uso de la literatura —o de la cultura, como la llaman, así a lo grande— en el combate político. ¿Es lícito ese uso entre tanto ruido? Hace una semana saltaba a la palestra un Zapatero iluminado que tampoco parece haber leído Orlando —a no ser que le hayan pasado un resumen durante la campaña—, pero sí a Timothy Leary y sus experiencias con el ácido lisérgico. O esta era la impresión que daba mientras silabeaba que el infinito es el in-fi-ni-to y se definía como alguien que está ‘con la cultura’. Tampoco sé lo que es eso, ‘estar con la cultura’, pero, en fin, defecto mío: ¿con qué cultura?

El presidente Zapatero me recordó en su mitin al profeta Philippulus en La estrella misteriosa de Tintín, aquél que aparece envuelto en una sábana y golpea un gong anunciando el fin del mundo. Pero Zapatero lo superó: acudió en un arranque teosófico a los granos de arena —robados de la Biblia— y a la insignificancia del hombre, entonando con voz de tal: ‘¡fanfarrones!’. ‘El infinito no cabe en nuestra cabeza’, continuó metafísico. Y luego añadió algo sobre ‘el todo… si es que podemos concebir el todo’. Pero no bastaba con tan prodigioso descubrimiento, aún se atrevió a más: ‘el universo’ —dijo—, ‘probablemente, no acaba nunca’. Y fíjense en ese ‘probablemente’, tan racionalista. Sus giros tonales —alguno de cariz ultratúmbico, por cierto— me recordaron a los jesuitas de Valencia que venían a darnos ejercicios espirituales en Montesión y a acojonarnos en la noche previa a nuestra muerte (es decir, aquella misma, según ellos). Así que, en pleno rapto filosófico, comprendí el significado del adjetivo abracadabrante: las palabras de Zapatero, los ojos de Zapatero, los gestos de Zapatero, las distintas entonaciones de Zapatero… eran abracadabrantes (o para partirse de risa, aunque los que le escuchaban se lo tomaban muy en serio).

¿De dónde venía esta vocación de oráculo?, me pregunté, intelectualmente noqueado. Un malvado habría dicho: de la lectura de Gamoneda, el poeta de León. Pero no. Tampoco del tan conservador Borges —traductor al castellano, por cierto, de la novela Orlando—, al que Zapatero dedicó no hace mucho un manual de simplezas (y es que se atreve no sólo con el todo, sino con todo). Pero a medida que escuchaba su augusta melopea, vi con claridad que sus temporadas centroamericanas le han afectado más de lo que podíamos sospechar. Zapatero se ha convertido en un gurú new age, un verdadero gurú new age, un predicador visionario, un illuminati, y como tal analiza la política española, la humanidad, el universo entero y lo que haga falta. Y su clac aplaudiendo por fuera y alucinada, sospecho, por dentro. Que una cosa es pertenecer a un partido y tragar con lo que haga falta para apoyar a sus candidatos o para medrar personalmente, y otra tomar no la escalera al cielo sino la autopista hacia el delirio mental sin retorno posible. Es sabido que los gurús siempre prosperan, pero sus seguidores no suelen acabar bien.

El desvarío se cernía sobre aquella sala como un gran buitre leonado y deduzco que, con el tiempo, la cosa tendrá consecuencias que no podemos ni imaginar.

Suscríbete para seguir leyendo