Eclipse

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Mi abuelo de La Vileta era lo que antes se denominaba un «francófilo» (nada que ver con Franco, al que odiaba, sino con Francia y la cultura francesa). Cuando era muy joven, durante la I Guerra Mundial, emigró a Marsella y empezó a trabajar de pinche de cocina en un bistró. Dormía en el suelo, sobre los tablones llenos de serrín que había detrás de la barra, y recibía un salario miserable, pero al menos tenía esperanzas de alcanzar una vida mejor. Con el tiempo logró irse a París, donde encontró un trabajo de cocinero en Chez Prunier, que aún existe en la place de la Madeleine (los domingos sirven el brunch a 98 euros). Mi padre nos contaba que la dueña de Chez Prunier se acordaba de aquel cocinero mallorquín que lucía un bigote a lo Clemenceau y que un día llegó desde Marsella dispuesto a hacer lo que fuera con tal de tener un trabajo decente. Y lo consiguió. Cuando volvió a Mallorca, en los años 20 -hace ya un siglo-, mi abuelo aparentaba aires de «boulevardier»: lucía un sombrero de galleta -el «canotier»- y un bastón con empuñadura de marfil, simulando que jamás había tenido que dormir en el suelo de tablas de un bistró. Con los ahorros que se trajo de Francia, compró Can Joan de s’Aigo y abrió el restaurante Oriente en la Plaza de las Tortugas. No le fue del todo mal, al menos hasta que quebró el Banco de Crédito Balear y perdió toda su fortuna. Pero esa es otra historia.

Lo que me importa de esta historia es el influjo que tenía la cultura francesa en España y cómo se ha ido perdiendo hasta desaparecer por completo. Mi abuelo era un ejemplo de ese amor a Francia que ahora ya no se ve por ninguna parte, al menos en lo que podríamos llamar cultura mainstream. Como muchos compatriotas de su época, empezando por don Manuel Azaña o nuestro Emili Darder, mi abuelo admiraba todo lo francés y pensaba que España debía parecerse lo más posible a Francia: ser una república laica, crear un sistema de enseñanza pública de primer nivel en el que se enseñara francés a los niños y aprender de una vez a cocinar una buena pularda rellena de castañas. La II República de Azaña y Darder se inspiró en ese sueño. Ese sueño fracasó, pero durante los negros años del franquismo, Francia siguió inspirando un respeto que ahora parece inconcebible. En 1978, cuando yo vivía en París, había una cola enorme para asistir a las clases del filósofo Michel Foucault en el Collège de France. Y lo mismo ocurría con las del crítico Roland Barthes, que cada sábado por la mañana se llenaban de gente de todas clases dispuesta a escuchar sus sofisticadas -y aburridísimas, pienso ahora- lecciones sobre Proust o Kafka o el haiku japonés. Ahora sé que Santiago Auserón y Jesús Ferrero iban a aquellas clases de los sábados en el Collège de France. La cultura francesa seguía hechizándonos con la misma potencia con que había hechizado a mi abuelo.

Pero todo eso se acabó de repente, casi de un día para otro. En los años 80, Sartre murió, Barthes murió, Foucault murió, Simone de Beauvoir murió y el filósofo Althusser fue encarcelado por estrangular a su esposa. Pocos años después, Gilles Deleuze se lanzó al vacío desde la ventana de su apartamento en la avenue Niel. Era noviembre y hacía mucho frío. Años atrás, yo había buscado la casa de Deleuze en compañía de un tipo de Barcelona que hablaba a gritos y tenía un tic violento en la cara y que había viajado a París con la única intención de hacerle una pregunta al filósofo. Aquella noche no encontramos la casa de Deleuze, que buscamos por el otro lado de la ciudad: se ve que alguien nos había dado una dirección equivocada. Cuando volvíamos -también era una noche de otoño y hacía frío- le pregunté al tipo aquel de Barcelona qué cosa quería preguntarle al filósofo Deleuze. Si había viajado a París sólo para hacer una pregunta a un pensador famoso, tenía que ser una pregunta importante. ¿Qué era?, le pregunté cuando bajábamos al metro. «Quiero que me explique qué es la locura», me contestó. Luego él se fue por una línea y yo por la otra y no nos volvimos a ver. Quizá aquel pobre loco de Barcelona fue una de las últimas personas que experimentaron esa cegadora pasión intelectual por Francia que se extinguió de un día para otro, como si de pronto un eclipse permanente se hubiera instalado sobre el cielo de París.

El otro día, cuando vi las imágenes de las revueltas en Francia, que dejaron más de mil edificios incendiados y un sinfín de escuelas, alcaldías, cajeros y oficinas de correos destruidas, pensé en todos los que hacíamos cola en el Collège de France para escuchar a Barthes los sábados por la mañana, y en aquel loco de Barcelona que había ido a París a preguntarle al filósofo Deleuze qué cosa era la locura (sin saber que la locura era lo que él mismo llevaba dentro de sí). Y quién sabe si Gilles Deleuze, antes de arrojarse al vacío, no se hizo también la misma pregunta.

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