No se lo gaste en vino

Juan José Company Orell

Juan José Company Orell

Cuando llegan estas fechas del inicio de la campaña de la renta uno recuerda el estar algo ahíto de que cada vez que, entre tertulianos, comentaristas de distinta procedencia, periodistas de diverso pelaje e incluso en el ámbito más particular de una cena entre amigos, ya no digamos entre políticos, se habla del asunto de los impuestos y cuando a alguien se le ocurre argüir cualquier tipo de discrepancia, queja, óbice, negativo comentario o tan siquiera atreverse a manifestar que por ventura el afán recaudatorio de la Administración, sea esta de la categoría que sea, está huérfano de sentido común, de eficacia o de buen uso, se acuse al desacorde de turno, cual latigazo cuaresmal, de estar en contra de que los impuestos sufraguen, sustenten, financien hospitales y colegios, y ciertamente no es eso.

Cierto que el asunto de los impuestos no siempre tiene fácil explicación, ya Don Alberto Einstein consideraba que lo más difícil de entender en éste mundo es el impuesto sobre la renta, y si para alguien con un índice de inteligencia de 160 el IRPF es incomprensible ya me dirán el arcano en que se convierte el asunto para los simples mortales como este escribidor. Cierto también que el contribuir a la salud económica del País es deber de todo probo ciudadano; el artículo 31 de nuestra Carta Magna, en su primer punto es sumamente claro al respecto, pero la parte que a mí me preocupa, y si me apuran me encocora, no es el deber de los ciudadanos a tal colaboración, que de otro modo y como el valor en la mili se le supone a todo compatriota, sino lo que sigue y que dice «El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficacia y economía»; y en esta parte es donde la cosa de ese gasto público empieza a flojear en su uso y destino, porque no transcurre jornada sin que nos enteremos de la existencia de algún gasto, eso sí muy legal, bien municipal, bien comunitario o bien estatal, que no nos haga dudar radicalmente de que ese otro mandato constitucional sobre el destino que se le debe dar a los impuestos, a esa contribución del ciudadano obligatoriamente solidaria, sea cumplimentado, implementado, dicen los que se consideran modernos, por nuestros conciudadanos electos.

Unas fechas atrás pude contemplar en la tele un comercial oficial en el cual se nos mostraba a un deportista en silla de ruedas con aspiraciones paraolímpicas y a una señora entrada en años y en situación de soledad, que venían en conseguir un cierto bienestar o soporte estatal, y la idea fuerza del anuncio era «No es magia, son tus impuestos» y hay verdad en ello; pero pocos días después pude observar otra muestra de publicidad gubernamental en la que se muestra a una mozuela entrada en carnes haciéndose algo más que arrumacos, dándose lo que se llamaba antaño un revolcón, con un mozalbete de parecida edad pero de mucho más magro aspecto, y tengo para mí que ese otro comercial, tampoco será causado por abracadabrismo alguno y que no se trata de un vídeo subido de tolerado tono, sino que también «son nuestros impuestos». La pregunta es pues bien sencilla y hasta necesaria: ese tipo de mensajes, como el de la mozuela exuberante y otros de igual guisa, financiados con el erario público ¿a qué principios de eficacia y de economía responden? Y su subsiguiente ¿de verdad no existen otras necesidades sociales realmente precisadas de esos dineros gastados en campañas, peliculitas, mensajes o intentos de subyugar con una determinada tendencia el intelecto de la ciudadanía?; y acto seguido se entera la ciudadanía de que no hay dinero para pagar las tan prometidas ayudas a las personas dependientes, que se van muriendo a toda prisa ante la parsimonia burocrática, que tampoco da la teta estatal para pagar mejor a nuestros médicos y sanitarios, que no hay medios para acelerar las listas de espera, como tampoco existe peculio para nuestros investigadores, que solo pueden realizar su labor con perspectivas de éxito allende nuestras fronteras; en fin para qué seguir.

El ciudadano debe contribuir a los gastos públicos, de todo punto cierto, pero al tiempo tiene derecho a que esa contribución sea administrada tal como demanda la Constitución, y por añadidura con un criterio que igual se les olvidó, por evidente, a nuestros Padres Constitucionales, el de la prioridad; primero se da comer a los hijos, a la familia, se cubre sus necesidades y luego y solo si sobra algo se cambian las cortinas de la salita. Primero lo necesario, luego lo prescindible y casi nunca lo inocuo. Nuestra legislación civil, cuando se refiere a la preceptiva diligencia de cualquier persona refiere a la de un buen padre de familia y de eso se trata, de que los que manejan nuestros dineros lo hagan como un buen padre de familia, aún cuando reconozco que quizá sea algo vana tal esperanza en tiempos como los que vivimos, en los cuales ya no hay padres de los que describía nuestra Ley Civil sino progenitores no gestantes.

Y es que uno ve que el ámbito impositivo nos rodea, acosa, nos atosiga e intenta consolarse con aquello de que para algo servirá tanto sacrificio, como antaño el caritativo que le daba limosna al pobre a la puerta de la Iglesia aconsejándole que no se lo gastara en vino, pero luego ve la solaz utilización, mejor dicho el mal uso, que ese esfuerzo conlleva, gastándose los mandamases el dinero en fruslerías, dicho sea con la intención de no acudir a otros sustantivos más descriptivos de lo observado. Y es que como consideraba D. Winston, que de la cosa pública algo debía saber, la nación que intenta prosperar a base de impuestos es como un hombre con los pies en un cubo tratando de levantarse tirando del asa.

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