Todos compramos niños
La ética se nos está escurriendo por los sumideros de la desigualdad extrema.
Nos olvidamos de ella cuando vestimos y comemos
La ética se nos escurre entre los dedos cuando la desigualdad impacta en nuestras manos. La imagen de Ana Obregón saliendo en silla de ruedas con ‘su’ bebé quizá nos remueva las entrañas, pero no nos descubre nada nuevo. Sabemos de sobras que existen los vientres de alquiler y basta con detenerse a pensar un poco para imaginar todas las posibles situaciones que pueden comportar. Incluso las más desagradables. O las más tristes. Como ese desconsuelo ciego, amargo y hambriento que exhibe Obregón proclamando «ya nunca volveré a estar sola».
Sí, esa imagen impacta. Porque la vemos. Elucubramos sobre las mujeres que se prestan a alquilar su vientre, nos preguntamos si se arrepentirán, si la sombra de una ausencia planeará sobre el resto de sus vidas, pero cuando oímos sus razones -la mayoría, rescatar a su familia de la miseria- los interrogantes descargan sobre nosotros. Ellas ofrecen sus cuerpos, porque otros -nuestros amigos, nuestros vecinos- están dispuestos a mercadear con ellos. Llámese vientre de alquiler. O llámese prostitución. La lucha por alcanzar una vida mínimamente vivible como punto de partida, y la desigualdad como la autopista por donde circulan todos los abusos, incluso el mal absoluto.
Todos compramos niños. Sus cuerpos, su trabajo o su agonía. En las ropas que lucimos, en los alimentos que consumimos, en los móviles que utilizamos están el sudor, las lágrimas y la sangre de una infancia explotada. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo, un total de 3,31 millones de niños en el mundo son víctimas del trabajo forzoso.
Más de la mitad, involucrados en la explotación sexual, también en la agricultura y la industria manufacturera. Hablamos de pequeños sometidos a coacción y abusos, a secuestros y cautiverios, a drogadicción forzada y extorsión indefinida. Más allá de la pura esclavitud, las cifras oficiales del trabajo infantil rondan los 160 millones de niños y niñas. Menores de entre 5 y 17 años que trabajan para nosotros. En los talleres textiles, en las fábricas, en las minas… La explotación infantil no deja de crecer. Las crisis se acumulan e impactan con un efecto multiplicador en los más pequeños.
Vemos a Obregón y a la bebé en la silla de ruedas y se nos revuelven las entrañas. Clamamos contra la mercantilización de los cuerpos y exigimos un debate ético sobre la cuestión. Está bien que así sea, el problema es que la ética se nos está escurriendo por los sumideros de la desigualdad extrema. Nos olvidamos de ella cuando vestimos y comemos. Cuando vivimos.
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