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Luis Sánchez Merlo

Un secreto fragmentado

Los peligros de la reforma de la ley sobre Secretos Oficiales

Ilustración: Un secreto fragmentado Pablo García

Al gobierno de coalición le han entrado las prisas propias de las despedidas y se ha embarcado en un frenesí legislativo. Ese parece ser el caso de la reforma de la Ley 9/1968, de 5 de abril, sobre Secretos Oficiales, que tiene por objeto regular aquella información sensible cuyo conocimiento público podría suponer un riesgo para la seguridad y defensa del Estado.

Con el recurso al decreto-ley —instituido como el modo ordinario de legislar en España— y al procedimiento de urgencia —que reduce sustancialmente los plazos para que pueda salir adelante— sin solicitar informe al Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno (organismo independiente que vela por el acceso de los ciudadanos a la información pública), el periodo de exposición se ha mantenido abierto siete días hábiles en pleno verano, del 3 al 12 de agosto.

Este acortamiento de trámites y tiempos no es sino una forma raquera de eludir controles, establecidos de antemano para velar por la calidad normativa. Así, los órganos consultivos (Consejo de Estado, Transparencia, CGPJ…) no participan en la fiesta legislativa de la democracia: discutir, enmendar y aprobar las leyes, lo que añade polémica a la decisión y nubarrones al escenario.

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Como viene siendo habitual, la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado está a expensas de los apoyos de los socios de legislatura. En eso consiste arrimar el hombro, ese grito del alma tan socorrido para los que nadan sin flotador.

Nada nuevo respecto de lo que ha sido la experiencia en los últimos ejercicios. Pero la puja, al alza, se ha disparado, habida cuenta de las estimaciones que apuntarían a un eventual cambio de inquilino en la Cuesta de las Perdices. Y la pregunta que se hace el atribulado contribuyente es inevitable: ¿Nos terminarán saliendo tan caros como en años anteriores?

Las demandas sociales de unos, identitarias de otros, fiduciarias de todos, conforman un requebrado abanico, cuyo clavillo siempre resulta ser la munificencia del jefe del Gobierno.

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A la vista del anteproyecto de la futura Ley de Información Clasificada, sería muy aconsejable la cansina tramitación parlamentaria que contribuyera a despejar temores, incógnitas y efectos que despierta el achatarramiento de leyes franquistas con etiqueta de Estado.

Existe el riesgo de un secreto fragmentado —de catalanes contra aragoneses, de canarios contra extremeños— controlado por gobiernos autonómicos, lo que abre la puerta a un escenario en el que los tribunales de justicia tengan que «pedir permiso» al gobierno regional para admitir una investigación que se sostenga sobre documentos clasificados.

El Consejo de Ministros tendrá capacidad exclusiva —no delegable — para clasificar los datos como: ‘alto secreto’ (con desclasificación automática, transcurridos 50 años desde su clasificación, pudiendo ampliarse otros quince años más), ‘secreto’ (información que será desvelada a los 40 años, ampliables otros diez), ‘confidencial’ y ‘restringido’.

De acuerdo con las previsiones, será el Ministerio de la Presidencia la nueva «autoridad nacional para la protección de la información clasificada» y quien «valore la idoneidad de las personas que deban tener acceso» a datos reservados. Asimismo, contempla que «las autoridades autonómicas competentes en materia de Policía», en aquellos territorios que tengan Cuerpos de seguridad propios, puedan clasificar y desclasificar información.

Una leva indefinida de funcionarios podrá decidir, en prácticamente todas las actividades de la vida pública, aquello que pueda ser contrario a los intereses de España. Lo que, hasta ahora, sólo podía hacer el Gobierno central.

Esta forma de entender los secretos de Estado rebajará el papel de la justicia, que habrá de «obtener la venia» del ejecutivo central y/o autonómico para investigar un determinado delito.

Al lector avisado no le pasará inadvertido que el gobierno de turno —declarando secretos los documentos que probarían los hechos— podrá impedir que políticos y funcionarios corruptos sean juzgados y condenados. Tampoco, el perímetro de la expresión «intereses estratégicos».

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En fecha reciente, Antonio Elorza —historiador y ensayista— describía: «ser libre es servir a la verdad», en The Objective, que el «diálogo» sobre Cataluña —convertido en mantra para resolver todo tipo de cuestiones— ha pasado a convertirse en negociación, de contenido cada vez más preocupante. De ahí que: «No cabe excluir que nos encaminemos hacia un Estado dual, con cortinas de humo que nublen una soberanía catalana de facto».

Consecuencia del radicalismo imperante —que brota de un matrimonio de conveniencia con el sector político, informativo e intelectual que le apoya— el imperativo de la necesidad tiene como resultado visible: el debilitamiento de la división de poderes y la consolidación de una doble institucionalización.

Al lado secesionista de la mesa le aquietan concesiones, con ventajas económicas que van a seguir llegando y la «desjudicialización», es decir, el desarme jurídico del Estado frente a una nueva declaración unilateral, pero el objetivo final sigue siendo irrenunciable: la autodeterminación. Lo que llevaría a preguntarse si con el apaciguamiento no se estará vendiendo el coche para comprar gasolina.

La modificación de la ley de los secretos de Estado —que, sin solución de continuidad, sigue a la crisis Pegasus y la entrada de diputados secesionistas en la comisión de secretos oficiales— al gusto de partidos que tienen otros designios, podría considerarse una cortina de humo más, de las que lleguen a nublar una soberanía de facto, como apunta Elorza.

Ilustración: Un secreto fragmentado Pablo García

Esto parece indicar la modificación de la ley del 68: el Gobierno está dispuesto a permitir que los gobiernos autonómicos —catalán y vasco— puedan decretar el carácter secreto de determinadas materias, sustraído incluso al conocimiento judicial.

No somos conscientes de lo que puede representar esa medida desde el punto de vista de la transparencia, la lucha contra la corrupción y la seguridad del Estado.

¿El secreto de Estado puede ser fragmentado? La respuesta no admite lugar a dudas: un secreto oficial es indivisible y no se puede cuartear. ¿Puede haber secretos que solo afecten a una comunidad autónoma y no a otras? Esa pérdida de calidad democrática singularizaría a un país sin un proyecto colectivo en el tratamiento de los secretos.

Un secreto fragmentado carece de naturaleza. Quizás se llegue a esa anomalía cuando se truecan votos por concesiones. Lo que Jorge Bustos llama asimetría: «El obsceno trato de favor que el Gobierno dispensa al separatismo catalán».

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La Ley de Información Clasificada no es una ley dirigida contra los periodistas, equiparable a momentos históricos de censura. Lo grave no es que sustraiga al conocimiento de la opinión pública una determinada materia, algo que, de por sí, es gravísimo. El problema estriba en la impunidad que puede suponer la ocultación de hechos delictivos —hasta un máximo de diez años al público e, incluso, para los Juzgados— amparada en decisiones administrativas no susceptibles de control.

Si un organismo judicial pretende acceder a ella, debería recurrir ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, que será quien deba autorizar su consulta, con una más que dudosa viabilidad.

La ley en ciernes prevé multas de hasta tres millones de euros para cualquier particular o empresa que difunda información clasificada, incluidos medios de comunicación. La única vía para evitar las sanciones previstas será recurrir a los tribunales, una vez que la multa haya sido impuesta. Esto es susceptible de desencadenar un conflicto que tiene que ver con la libertad de prensa.

Organizaciones en defensa de los derechos humanos —como la Plataforma por la Libertad en Internet— critican el texto que propone el Gobierno porque, entre otros problemas, su redacción amenaza directamente el derecho fundamental a la libertad de expresión.

Las principales preocupaciones: plazos de desclasificación automática de documentos, demasiado largos; el texto contiene un peligroso exceso de ambigüedades y subyace en el articulado una clara amenaza a informadores y periodistas.

Ojalá no sea, como dijo Ignacio Camacho a propósito de los indultos: «Un señuelo demasiado burdo para que no se le vea el cartón al truco».

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Con el encono sistémico en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, el cambio de mayorías en el Tribunal Constitucional y el relevo ab intestato en la Fiscalía General del Estado, podría terminar fraguando una seria crisis constitucional, con tres pistas —CGPJ, TC y FGE— en modo circular y aspiración pirandelliana.

El silencio no sirve de nada.

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