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HOJA DE CALENDARIO

Pedro Villalar

Envidia del inglés

Boris Johnson.

Boris Johnson tuvo conductas impropias durante la pandemia, ya que mientras la población estaba severamente confinada, él organizó fiestas en su residencia oficial como si nada ocurriera. La insensibilidad del equipo de gobierno del premier, detectada por la opinión pública y censurada por buena parte de sus propios compañeros de partido, ha puesto en riesgo su propia carrera. Ante estos errores abultados, los tories –el Partido Conservador británico- han sometido internamente a Boris Johnson a un escrutinio para decidir si se le mantenía como líder o se le retiraba esta condición, lo que implicaría su renuncia como primer ministro, y el resultado es el conocido: más del 40% de los diputados conservadores votaron en contra de Johnson. Este ganó por tanto la votación (como en su día hicieron Thatcher y May en ocasiones semejantes) pero el volumen de críticos es tan notable que el jefe del gobierno británico sale muy debilitado del envite y no está claro que pueda continuar al frente del Ejecutivo.

Son asuntos de política británica, que interesarán poco a la mayoría de los ciudadanos de aquí, pero lo que sí habría que interiorizar es el buen funcionamiento de la democracia parlamentaria del Reino Unido, que dura ya cuatro siglos. El lunes por la mañana se anunciaba que más del 15% de los diputados tories habían formulado por escrito su rechazo a Johnson y aquella misma tarde se procedió a la votación. Evidentemente, el partido es el dueño de la situación y sus asamblearios lo controlan hasta las últimas consecuencias. Quizá porque los parlamentarios no le deben el cargo a Johnson sino a los ciudadanos de su circunscripción, a los que representan directamente y con los que se relacionan de forma personal y directa.

No hay regímenes perfectos y el británico tiene también sus defectos, pero es difícil no sentir una cierta envidia ante esta demostración brillante de imperio de la soberanía popular sobre la política con minúscula.

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