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José Carlos Llop

Toni Miró en La Marina de Valldemossa

Cuando tenía diecisiete años sólo una persona en Palma vestía de Toni Miró. Ha llovido casi medio siglo desde entonces pero recuerdo a esa persona y su vestimenta porque fuimos buenos amigos y a los amigos que no han dejado de serlo en el tiempo, se les recuerda a menudo y celebra. Nos conocimos cuando estudiábamos COU, él en el Luís Vives, yo en Montesión, y pese a habernos formado en colegios tan dispares, nos hicimos tan amigos como si hubiéramos ido al mismo y acabé siendo testigo de su boda en la iglesia de La Bonanova, la misma donde años más tarde asistiría a su funeral.

Me refiero a David F. Miró a quien retraté junto con su inseparable Miguel Estade –al que llamábamos ‘El conde’– en un pasaje de mi novela Reyes de Alejandría. David se compraba la ropa en París, Barcelona y Londres –era el único de mi generación que podía permitírselo– y en Barcelona lo hacía en Groc, la primera tienda que tuvo Toni Miró. Groc era una tienda mítica desde sus comienzos y la anchura de pantalones de Toni Miró le caía a David estupendamente; en otros hubiera parecido una falda de derviche. Lo recuerdo ahora moviéndose al ritmo de Daniel, de Elton John, en Tiffany’s con aquellos pantalones de Groc –aún faltaba para cumplir los veinte– y vuelvo a Toni Miró, de quien David me regaló unos zapatos espléndidos –dos gamas de marrón y cordados– que parecían del duque de Windsor o de un gángster de Chicago. Me duraron todos los años del mundo y nunca estuvieron pasados de moda. Cambio de tercio.

Durante muchos años, 33, exactamente, todos los veranos de mi vida adulta fueron para mí un solo verano. El mismo lugar y los mismos hábitos en los días de libertad –sin más trabajo que la escritura, quiero decir– configuraron en mí la idea de un continuum buscado: de un largo verano, sólo interrumpido por las demás estaciones, que eran laborables. Esto hace que me cueste fijar un hecho u otro en tal o cual año: era verano, yo era feliz y ocurrió entonces; es más que suficiente. Por tanto es posible que la visita de la que voy a hablar sucediera hace seis, siete u ocho años, no más. Era una tarde de temporal y no habíamos bajado a la cala a nadar. Estaba leyendo en la terraza, nuestra perra Blixen dormitaba a mi lado y una pareja apareció detrás de la barrera del pequeño jardín. La mujer era china y él preguntó por mí; quiero decir que pronunció mi nombre con el interrogante de la duda cortés y la afirmación de quien sabe que no se está equivocando, pero por si acaso. «Soc el Toni Miró, podem passar?», añadió. Al cabo de unos minutos estábamos en animada tertulia. Recuerdo que cuando se sentó en la terraza y miró hacia el mar, sentenció: «és una altra perspectiva» y yo pensé en El contrato del dibujante. La casa que había alquilado unos días, estaba junto al torrente, casi a pie de cala; donde vivíamos nosotros, más arriba, ya en la carretera.

Nos dijo que apenas salía, que se pasaba las horas leyendo y aquella tarde hablamos de un viaje a Grecia que había hecho con David y la joyera Chelo Sastre –su última pareja– y de cómo David se dirigía a los perros llamándolos ‘colega’. Una atmósfera de humor –otro regalo de David– empezó a teñir el tiempo y la simpatía cuajó en ambos sentidos. Del colega perruno de nuestro amigo, pasamos a la retsina, a los olivos de la Serra de Tramuntana y al poeta Cavafis… Después volvió a aparecer el uso davidiano de la palabra colega como la clave de un tiempo ido y acabamos hablando de los filósofos cínicos y de la imagen bizantina de Cinocéfalo, idiota santo con cabeza de perro, que Cristóbal Serra y Basilio Baltasar emplearon como ilustración de la cubierta de la obra completa del primero, publicada por el segundo en su editorial Bitzoc. Así pasamos la tarde –él barajó incluso la posibilidad de comprar un solar y hacerse una casa allí mismo– y quedamos a la mañana siguiente, muy temprano, que era cuando yo emprendía, todas las mañanas mi camino hasta S’Estaca con Blixen –años atrás con Norah: me gustan las perras– y mi bastón de ullastre como compañía.

A la mañana siguiente, muy temprano, Toni Miró, su mujer y yo nos dirigimos hacia S’Estaca. Les conté la historia del Pas d’Es Moro mientras el puerto iba quedando atrás y luego disfrutamos del paisaje que abarca desde Sa Punta de S’Àguila hasta las casas de S’Estaca con las palmeras sobre el mar y sus recortadas almenas blancas. Mientras Blixen correteaba por delante y jugueteaba con una algarroba, nosotros estuvimos hablando de Patrick Leigh Fermor y del Mediterráneo, de Las Constelaciones de Joan Miró, del archiduque Luís Salvador, de los bailes de los giróvagos sufíes y de los farallones de la costa amalfitana contemplando las rocas de la costa valldemossina.

Toni Miró murió la semana pasada. Tenía ocho años más que yo. Fue el modisto más importante de los nacidos después de la alta costura de Balenciaga y compañía. Aquella visita tan amable había acabado con unas rebanadas de pan con sobrasada, una botella de AN2, una jarra de agua fresca, más conversación y una alegría cómplice. Era verano y las casas junto al mar, en verano, también las hacen quienes las visitan. Por la tarde se levantó una fuerte xalocada, pero ellos ya habían hecho las maletas y partían hacia Barcelona.

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