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Antonio Papell

Biden, como Roosevelt

El rumbo ideológico de Joe Biden, quien a sus 78 años ha sido el más provecto candidato que ha alcanzado la Casa Blanca, parecía destinado a marcar una etapa de transición, tras el desnortado aquelarre de Donald Trump, quien había desfigurado el rostro de la primera potencia con una movilización introspectiva que rebasaba el tradicional aislacionismo de los republicanos y amenazaba con causar grave daño a la comunidad democrática occidental, asentada sobre regímenes parlamentarios intachables y felizmente asociada tras la segunda Guerra Mundial en la Alianza Atlántica, que es mucho más que un simple bloque militar y de apoyo mutuo.

Biden, que lleva cincuenta años en primera línea de la política y fue, como es sabido, vicepresidente con Obama entre 2009 y 2017, era conocido por su moderantismo, por su templanza, por su centrismo aristocrático. Pero algunos pasaron por alto su buena relación con el socialdemócrata Sanders, con quien compitió por la nominación demócrata, quien al retirarse manifestó su apoyo a Biden y anunció la creación de grupos de trabajo para la confección de propuestas programáticas. Entonces se interpretó que lo que pretendía Biden era mantener la movilización demócrata, que no se había producido cuatro años atrás cuando Hillary Clinton perdió ante Trump, pero la realidad era que aquella colaboración era real y creativa, de forma que Biden está desarrollando ahora el programa de centro-izquierda de Sanders: Bustinduy lo explica al detalle en una entrada de su blog en ‘Público’.

Desde su discurso de toma de posesión, ha quedado claro que Biden está decidido no sólo a revertir los retrocesos de lo público durante el mandato de Trump (quien a su vez revirtió en lo que pudo la obra de Obama) sino que se dispone a emular a sus predecesores más avanzados, Roosevelt con su ‘New Deal’ que relanzó la economía del país tras la gran Recesión de 1929, y Lydon B. Johnson con su Gran Sociedad que eliminaba las vergonzosas leyes discriminatorias y racistas que aún regían en aquel país.

De momento, Biden ha decidido invertir seis billones de dólares —el 30% del PIB nacional— en una vasta operación que incluye la salida de la crisis mediante la inyección de grandes cantidades de dinero público, la reconstrucción del debilitado Estado americano —dejará de regir aquel axioma de Reagan que aseguraba que Estado no era la solución sino el problema—, la puesta en marcha de un generoso estado de bienestar que mejorará y extenderá la sanidad y la educación, la modernización de las grandes infraestructuras del país —muchas de ellas claramente obsoletas y que introducen rigideces en el desarrollo económico— así como la descarbonización y la lucha contra el cambio climático.

Si se consuman las expectativas abiertas por Biden, que ahora deberán discurrir por los cauces parlamentarios (Biden controla las dos cámaras, pero ello no tiene por qué seguir siendo así en la segunda parte de la legislatura), la estela de Reagan y Thatcher, que dejó grave secuelas en términos de desigualdad y desintegración social, habría periclitado definitivamente, y soplarán de nuevo los vientos socialdemócratas que surgieron de la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Pero Biden no solo impulsa objetivos económicos: también políticos y morales. Tras recuperar la OTAN como la formalización de unos valores compartidos, ha plantado cara a Putin, tanto por sus injerencias en la política norteamericana como por sus abusos en Europa del Este y la falta de libertades en el propio régimen ruso. Su retorno al Acuerdo de París y a las grandes asociaciones internacionales como la OMS indican una clara voluntad de organizar la globalización sobre bases comunitarias y humanitarias, cuyo pilar esencial es el código de derechos humanos.

En definitiva, en una época en que la política se devalúa en todas partes, tanto en Europa como en América, Biden parece representar un intento sólido de recuperar el valor de lo público como motor de la felicidad de la gente. La equidad y la solidaridad no son tópicos vacíos sino principios muy activos que deberían condicionar tanto las políticas globales como sus concreciones nacionales.

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